CAMAGÜEY.- Él es el rey Fernando VII pintado por Goya tres años antes de que firmara el papel para conceder el título de ciudad a la villa más mediterránea de Cuba.

Para esa fecha, el 12 de noviembre de 1817, a la Villa de Santa María del Puerto del Príncipe sólo le quedaba puerto y príncipe en el nombre. De tanto huir de jejenes, mosquitos, la falta de agua potable y la hostilidad de los habitantes aborígenes, aquellos emigrantes lograron cierto sosiego tierra adentro, entre dos ríos.

No sé si al rey le presentaron un retrato del asentamiento de ultramar, pues la hermosa vista del grabado de Laplante es posterior, data de 1865. Ni sé si para convencerlo armaron el expediente con datos reales e inflados, tampoco lo dudo.

Por lo menos, desde el siglo XVIII los viajeros elogiaban este pueblo grande. Entre ellos, el obispo Morell de Santa Cruz afirmó que “a excepción de La Habana, no hay pueblo alguno de la Isla que le exceda, ni aun le iguale”.

¿Cómo era Puerto Príncipe o Camagüey por el nombre taíno? Las calles eran polvorientas o enfangadas. Así también seguirían en las primeras décadas del siglo XX, descritas por Nicolás Guillén, a quien le resultaba todavía un pueblo enfermo de tedio.

Proliferaban edificaciones levantadas con cerámica y madera, gente de llanuras con mucho ganado y contrabando. Seguro, por este último asunto, encontraron una sede estratégica aquí para la Real Audiencia.

Si el rey quiso dar el plumazo a favor, un beneficio tendría más allá de los indicadores demográficos y geopolíticos en la ruta de ascenso a esa categoría. Especulemos. A lo mejor pensaba visitarnos, pero sus galas llevaban otro tipo de pasarela. El trópico sería implacable con Fernando, sin embargo, dígame usted, cuántos riesgos no se corren por cuenta de los negocios.

Bueno, 206 años después, justamente hoy en Camagüey celebramos aquel favor del rey. Tenemos en ese pretexto una fecha y con la fecha un programa institucional de aniversario, impulsado por la Oficina del Historiador de Camagüey.

A mí me resulta siempre impreciso otro hecho. ¿Cuándo empezamos a ser una ciudad? ¿Lo hemos sido de verdad? ¿Qué idea teníamos de ciudad y qué hemos hecho de ella? ¿A qué ciudad aspiramos? Si la ciudad la define la calidad de vida del ciudadano, ¿cuán presente está el ciudadano en los proyectos presentados en nombre de la ciudad? ¿Cuánto dejamos de hacer cada día por ella sumidos en nuestros avatares cotidianos?

Todo esto se lo dije en silencio un mañana de octubre en el Museo Thyssen-Bornemisza de Madrid, España, delante del cuadro de Goya. Vuelvo al retrato. La mirada de Fernando VII me devuelve las preguntas como un enigma. La expresión de su boca y ese gesto como de reojo o de desprecio, no me da que le importáramos tanto al rey sobre su trono. En cambio, pienso y sonrío: los reyes pasan y las ciudades quedan.