CAMAGÜEY.- Las historia del mambí, Maximiliano Ramos González, es una de las tantas que merecen, como hacemos con los libros polvorientos, un soplo para quitarle de encima el olvido. Este hijo de Santa María del Puerto y del Príncipe, fue un determinado conspirador, guerrero y jefe militar, tanto en el teatro de la guerra y de la paz, contra España o Estados Unidos, en defensa de la soberanía.
Antes de ser un rebelde con causa justa, tuvo que dejar atrás la casa y el sillón, como dijera el cantautor, Silvio Rodríguez en el tema La era está pariendo un corazón. Fue uno de los tantos nacidos en esta tierra que cambiaron la fortuna material por seguir los mismos sueños, de incertidumbres y sacrificios, que se planteó Bolívar en la campaña contra el imperio español.
A sus espaldas, mientras se alejaba a caballo en dirección a la reunión en Las Clavellinas, quedaron su título de ingeniero mecánico y las posibilidades, quizás, de gozar de una vida tranquila, de un futuro de riquezas y de una cómoda herencia familiar. Al unirse a los 76 conjurados en aquel enclave, escogía el apoyo a la revolución que había iniciado el bayamés, Carlos Manuel de Céspedes, el 10 de octubre de 1868.
“Las armas son instrumentos fatales que solamente deben ser utilizadas cuando no hay otra alternativa”, escribió el general y filósofo chino Sun Tzu, en el libro, El arte de la Guerra. Así lo demostraron los patriotas, cansados de suplicarle cambios a la metrópoli. “Ganará quien sabe cuándo no luchar, y el que conoce el momento preciso para pelear”, otra frase del líder militar que calza con la voluntad de Maximiliano de permanecer siempre en el frente de combate, con la psicología de un valiente, de un soldado más.
Los rangos no lo hicieron arrogante ni alimentaron su desdén por la muerte. Recibió seis balazos en los encuentros con las huestes enemigas, una de las mejores preparadas y provistas de la más avanzada tecnología en el mundo, por aquel entonces. La Sacra, Palo Seco, Naranjo-Mojacasabe y la Batalla de Las Guásimas, fueron algunos de sus hitos, durante la contienda del ‘68.
Aprendió en la manigua de grandes hombres, como los generales Ignacio Agramonte, Manuel Boza y Máximo Gómez. A este último se unió, en el primer contingente invasor, que pretendía llevar la gloria mambisa de Oriente a Occidente. Cruzó con éxito los obstáculos, las alambradas, los fosos y el fuego de los defensores de la trocha de Júcaro a Morón y bajo las órdenes de Henry Reeve, mostró sus dotes combativas en Matanzas. Allí fue herido y capturado por el ejército rival. Gracias a la intervención de la masonería, fue liberado casi al final de la campaña.
En la guerra del ‘95, esa que nuestro Héroe Nacional, José Martí, nombró como Necesaria, demoró su incorporación a las filas insurrectas. Las heridas de la epopeya anterior habían lacerado su cuerpo. Tendría que esperar hasta el 16 de agosto de 1896, para continuar hilando su destino y el del Ejército Libertador.
Apunta la periodista del rotativo Adelante, María Delys Cruz Palenzuela en un trabajo, dedicado a este héroe, que “en octubre lo designan Jefe de la División del Tercer Cuerpo, lo que incluía cuatro escuadrones del Regimiento Agramonte, dos del Oscar Primelles, la Guerrilla de la Dinamita, el personal de las costas norte y sur, y la Brigada de la Trocha. El dos de noviembre le entregan el grado de General de Brigada”.
A Papacito, como llamaron al entrañable prócer, no lo domaban las secuelas de las balas. Por eso, en el transcurso de la nueva gesta, desenfundó sin chistar el machete y respondió al toque de a degüello, a la par de sus subordinados. Demostró su capacidad de mando y coraje en Loma Bonita, San Luis, Vista del Príncipe, El Plátano, Antón Urabo, entre otros enfrentamientos.
En La Purísima, considerado su último servicio como militar, apoyó de manera oportuna a la caballería de Lope Recio. Así lo recoge el libro Historia de la Provincia de Camagüey: “(…) con la incorporación del Regimiento “Agramonte”, bajo el mando de Maximiliano Ramos, los españoles fueron constantemente hostilizados en su marcha de regreso a la ciudad, desde el potrero Santa Rosa hasta la finca La Paz, a varios kilómetros de distancia”.
ANTIPLATISTA CONFESO
Tras el conflicto Hispano-Cubano-Norteamericano, los tentáculos de Estados Unidos comenzaron a expandirse y filtrarse en la sociedad, la política y la economía. Uno de los proyectos que aseguraban ese dominio sobre la isla era la Enmienda Platt, a través de las distintas enmiendas. Maximiliano, interpretó aquel escenario y supo que los vecinos del norte nos maniataban con su “divide y vencerás”.
“El gobierno americano, con el derecho de la fuerza, y aprovechando su arbitraria ocupación de Cuba, quiere utilizar la Ley Platt para arrebatarnos lo que de hecho y derecho nos corresponde: la independencia absoluta”, así describió el dilema que se cernía para Cuba el valeroso insurrecto durante una mitín encabezado por él, en el Casino Campestre, que reunió a más de 3 000 fieles a los ideales independentistas.
La actitud de Ramos González, nombrado el cinco de diciembre de 1889, como presidente del Centro de Veteranos de Puerto Príncipe, devino en un reflejo de la dignidad de un hombre y de un pueblo. Su postura innegociable hacia los intereses yanquis, aunque no fue suficiente para evitar el mal, se sumó a la honorable resistencia de los patriotas Salvador Cisneros Betancourt y Manuel Ramón Silva Zayas.
El 13 de julio de 1914 se apagó la vida de Maximiliano Ramos. Trece años antes conoció en los trajines contra “la Enmienda”, desde el periódico Las Dos Repúblicas, al periodista y mambí, Juan Nicolás Guillén Urra, padre de nuestro poeta Nacional, Nicolás Guillén Batista. El 24 de febrero de 1912, presenciaba cómo quedaba desvelada la estatua de El Mayor, Ignacio Agramonte, en el parque que designa al protagonista del rescate de Sanguily. Hombres con tales historias han de desempolvarse, con frecuencia, como a los buenos clásicos.