CAMAGÜEY.- En el último aliento del 30 de abril, Camagüey latió al ritmo del jazz, y lo hizo gracias a La Familia, ese quinteto de Morón fundado por Nelson Oney que, con músicos invitados, multiplicó la alegría en escena y trajo consigo una pequeña jazz band que sonó como grande para el cierre de la primera Jornada Jazz Príncipe.
Fue un reencuentro con la energía buena, de la que renueva por dentro; con la comunicación silenciosa de las miradas, los gestos, los relevos generosos que daban paso a solos memorables, a cuerpos poseídos por la música como si fuera un misterio sagrado. No sabía cuánto me hacía falta sentir esto: ver músicos admirarse entre sí, celebrarse, y hacernos parte del júbilo, como si tocar jazz —de verdad— fuera una forma posible de felicidad compartida.
Alfred Artigas con La Familia
La Jornada Jazz Príncipe fue una idea del contrabajista camagüeyano Eduardo Campos, acogida por la Asociación Hermanos Saíz. Durante dos días —29 y 30 de abril— propuso una estructura orgánica entre pensamiento y escena: conferencia, panel, conciertos. El guitarrista catalán Alfred Artigas abrió el evento con una presentación y un recital el primer día. El segundo acogió un panel sobre la historia del jazz, con intervenciones de Eduardo, Alfred y la musicóloga Heidy Cepero, quien relató su experiencia en Nueva Orleans y el peso cultural de las bandas tradicionales. Un programa compacto, profundo y de altísimo nivel académico y musical. Solo quedó el deseo de ver entre el público a más músicos profesionales y estudiantes, ausencias notables en una cita que nació precisamente para ellos.
Dayron Oney con la trompeta
EN DIÁLOGO CON DAYRON ONEY
La conversación con Dayron Oney Peña Valdés, trompetista, director de La Familia, cerró con la misma intensidad del concierto: llena de pasión, claridad y un pensamiento musical que trasciende lo anecdótico. Aquí sus palabras.
—¿Había estado antes en Camagüey tocando jazz?
—He venido en otras ocasiones, a veces para formar parte de la Orquesta Sinfónica de Camagüey, pero no había venido con el grupo ni a tocar jazz tampoco. Mi hija estudió aquí. Habíamos tocado en su graduación con la Sinfónica, también en un concierto grande que hubo hace unos meses, donde hicimos la Sinfonía de Beethoven, pero clásico. Ahora venimos en modo jazz.
—¿Qué les aporta el jazz como grupo?
—El jazz siempre es creatividad, nos hace ver la música de una manera libre. Es creación, pero creación en el tiempo. Es una creación irreparable, y hasta hay que equivocarse bonito. El jazz es libertad, es una forma de vivir, casi un sacerdocio. Me ha dado grandes amigos también.
En el jazz veo personas parecidas a mí, con el ego muy bajito. No es una música que pretenda mucha remuneración, simplemente es el espacio donde tú dices. Desde niño en mi casa hubo mucha música cubana, clásica, y mucho jazz. Mi papá era un amante del jazz. Escuchábamos discos una y otra vez, hasta sabernos los solos de memoria, sin saber a veces quién improvisaba qué. Eso es lo que tiene el jazz que tanto nos hace falta en estos tiempos.
—¿Cómo ha sido la experiencia con Alfred Artigas?
—Alfred y yo nos conocimos por mediación de otra persona. Voy a grabar en un disco que él produce. Cuando lo conocí, me flechó. No es como el jazzista cubano típico. Alfred estudió jazz en una universidad en Europa, es un jazzista académico, y le pasa a la inversa de lo que vivimos nosotros. A nosotros nos forman muy bien técnicamente, pero entramos al jazz de forma empírica. Yo no me considero jazzista. Uno es un músico creativo.
El jazzista cubano llega al jazz por un disco, por búsqueda propia. En Europa todos tienen una base académica común y a veces suenan parecidos. En Cuba cada cual encuentra su camino. Ojalá algún día haya una cátedra de jazz aquí. En mi infancia, conseguir información era un lujo: mi papá gastaba mucho en libros y partituras. Así entramos al jazz, como quien aprende inglés en la calle: escuchando, imitando, y luego creando.
—¿Qué nos puede decir de Eduardo Campos y esa conexión entre ustedes?
—Eduardo nos visitaba a unas peñas que hacíamos en Morón. Cuando lo conocí, me flechó igual. Son músicos escasos, de esos que uno siente cercanos porque han escuchado lo mismo que tú, porque buscan con la misma intensidad. Sí, son mis amigos, pero también son referentes.
Concierto en la Casa del Joven Creador
—¿Ustedes estudiaron música formalmente?
—Sí. Somos de Santa Clara. Estudiamos en la Escuela Nacional de Arte. Después de graduarnos, ya siendo hombres, Papi nos reunió y nos propuso formar un grupo. Eso es lo otro que tiene el jazz: tú solo no eres. Uno necesita tocar con gente que piense igual, que tenga la misma música en la cabeza. Y qué mejor que hacerlo en familia, con quienes escucharon lo mismo que tú. Así nació La Familia, como una comunidad para poder improvisar.
—¿Hay un público para el jazz en Morón?
—Se va haciendo. Morón no tiene una tradición fuerte de jazz, pero ya hay un festival anual, y se llena. El Festival Jazz Centro Nelson Oney in
memoriam que este año desarrolló la sexta edición. Camagüey tiene una ventaja: el Conservatorio José White. Eso marca una diferencia. Cuando los
jóvenes tienen técnica, ya sueñan con lo que pueden hacer con su instrumento. Esa es la mejor edad para formarse.
Daymon Oney, hermano de Dayron
LA DRAMATURGIA DEL CONCIERTO
A lo largo del concierto en la Casa del Joven Creador, La Familia desplegó una puesta en escena viva y flexible, donde el formato instrumental se transformaba con cada tema como un cuerpo en constante movimiento. Lo mismo arrancaban con un núcleo reducido —trompeta, batería y contrabajo— que enseguida se expandía en sexteto o septeto, sumando saxofones, piano, guitarra, e incluso percusión cubana.
En Things Happen, del saxofonista Will Vinson (identificado de oído), se configuró un sexteto donde la trompeta de Dayron Oney convivió con dos saxos, batería, contrabajo y piano, en un diálogo que se fue afinando hasta dejar momentos de trío con batería, contrabajo y apenas destellos de piano.
Luego llegó Hope, tema del contrabajista Eduardo Campos, que ya se ha vuelto una firma sonora suya: un lirismo contenido que se abre paso con esperanza. Aquí Dayron cambió al flicornio y se sumaron guitarra, piano, batería, contrabajo y saxofón, en un ensamble lleno de matices.
Jazz band La Familia
El espíritu más clásico del jazz emergió con Confirmation, de Charlie Parker, en un arreglo heredado del padre de Dayron, escrito en los años 80, que rinde homenaje al lenguaje de Clifford Brown. El septeto formado por trompeta y un trío de saxofones le devolvió al público ese swing exigente y vivo del bebop.
El punto de inflexión cubano llegó con La rosa oriental, anunciada por Dayron como “un tema cubano al que vamos a ponerle clave”. El solo inicial al flicornio fue un momento de gran intimidad que se transformó con la entrada de la batería en un ritmo de rumba que hizo respirar desde otro lugar, más ritual, más raíz.
Volvieron luego al formato jazzístico con Una noche en Túnez, arreglo famoso de Super Sax, donde cinco saxofones armonizaban líneas que alguna vez fueron improvisaciones de Charlie Parker. Un momento de altísima precisión técnica, que además puso a la banda a jugar con los colores del jazz latino.
La recta final trajo ¡Muevan los huesos!, del compositor actual Gordon Goodwin, un tema vibrante con solos de trombón (interpretado por el camagüeyano Roger Meriño) y la entrada de Osvaldo Suárez Cabrera en la percusión cubana. Para cerrar, eligieron El Pollo (The Chicken), pieza icónica del jazz-funk asociada a Jaco Pastorius, que funcionó como una verdadera “pastilla” final: ese golpe de energía que los músicos cubanos adoran para cerrar en alto y dejar al público con ganas de más.
El cierre con La Familia fue más que un concierto memorable: fue también una afirmación. A menudo, la mirada del circuito jazzístico en Cuba se
concentra en La Habana, pero esta jornada demostró que en zonas menos visibles del mapa cultural —como esa “Cuba profunda” que va de Morón a
Camagüey— existen proyectos musicales de altísimo nivel, actualizados, creativos y profundamente conectados con el espíritu del jazz contemporáneo.
Gracias a espacios como la Jornada Jazz Príncipe, esos talentos encuentran una plataforma para brillar con luz propia, devolviéndonos la certeza de que el jazz cubano late vivo, diverso y descentralizado.