Conozco a alguien que ha hecho del entusiasmo su herramienta más poderosa. Mi jefa, por ejemplo. En medio de escenarios más que grises —a veces francamente oscuros—, ella aparece con una especie de pincel invisible y empieza a pintarnos, como en una performance de body art, con verde esperanza. No es ingenuidad: es resistencia. Y aunque muchos le han señalado su “exceso de entusiasmo”, quienes hemos trabajado cerca sabemos que ese exceso ha sido, más de una vez, el hilo que nos mantiene en pie. Ella insufla energía cuando escasea todo lo demás. Crea, sueña, empuja. Y esa imagen, tan corporal, tan emocional, fue la que me acompañó al comenzar El entusiasmo, de Remedios Zafra (España, 1973).
Lo comencé, debo decirlo, sin demasiado entusiasmo. Quizá porque el título, como suele pasar con las palabras amplias, me parecía envuelto en cierta bruma retórica. Pero bastaron unas páginas para darme cuenta de que Zafra no escribe desde el confort, sino desde la herida. Lo suyo no es alentar, sino perturbar. Raspa, punza, incomoda. Desarma los mitos del entusiasmo como motor idealista del trabajo cultural y lo muestra, más bien, como un sistema de captura emocional que convierte el deseo en deuda, la pasión en autoexplotación, y la vocación en un contrato tácito con la precariedad. Me vi leyendo con una mezcla de incomodidad y lucidez: justo lo que una necesita cuando el entusiasmo se ha vuelto un mandato más que un deseo.
Leer El entusiasmo. Precariedad y trabajo creativo en la era digital, Premio Anagrama de Ensayo 2017, desde mi lugar no es solo una experiencia intelectual, sino también profundamente emocional. Soy periodista cultural en Cuba, madre, mujer, trabajadora de la palabra, formadora de jóvenes que también sueñan con hacer de su pasión un oficio. Y en todos esos frentes, Remedios Zafra me ha hecho pensar —y reconocerme.
Uno de los aciertos más profundos es la introducción de Sibila, un personaje ficcional que atraviesa el texto como un espejo empañado: al principio parece ajeno, pero a medida que avanza el ensayo, no podemos dejar de reconocernos en sus gestos, en su risa complaciente, en su fe demasiado firme en las reglas del juego. El propio nombre, Sibila, con su raíz etimológica ligada a la profecía, ya nos sugiere una figura destinada a ver demasiado y ser creída muy poco. No es casual: Sibila es filósofa, mujer, entusiasta; se esfuerza, se adapta, asiente, insiste. Pero también fracasa. Porque incluso en los espacios que se presumen alternativos o meritocráticos —como la academia—, las leyes del mercado se imponen: quien no produce, desaparece; quien no rinde, estorba.
La historia de Sibila no es solo un caso de burnout académico: es una caída lenta, íntima, minuciosa, narrada con la delicadeza de quien observa una grieta abrirse en una porcelana. Vemos cómo ese entusiasmo que la sostenía al principio —la vocación, el deseo de aportar, la esperanza de ser escuchada— se va convirtiendo en un lastre. Su risa, al inicio símbolo de ligereza, se vuelve máscara, tic, defensa. Y cuando ya no hay lugar para ella, cuando ni siquiera logra sostener el disfraz de la “entusiasta útil”, lo que queda es un pozo de frustración que no es solo individual, sino estructural. Zafra no juzga a Sibila: la acompaña, la observa y la convierte en alegoría. Gracias a ella, el ensayo deja de ser solo diagnóstico y se vuelve también narrativa: una forma de decirnos que detrás del entusiasmo, muchas veces, hay una herida que no ha sido nombrada.
En un contexto donde el trabajo creativo ya es frágil por definición, sumamos aquí precariedades estructurales: la escasez, la intermitencia de la conexión, la tensión constante entre vocación y supervivencia. Zafra describe cómo el entusiasmo se convierte en motor… y en trampa. Cómo el amor por lo que hacemos puede volverse una justificación para aceptarlo todo: las jornadas infinitas, la falta de remuneración, la visibilidad sin condiciones. Esa es la paradoja del entusiasmo contemporáneo: no solo se celebra, también se exige. “Preferir al entusiasta y no al triste”, dice Zafra, es ya práctica común. Y mostrar alegría por lo que se hace puede ser clave para “ser elegido”, incluso si por dentro arde el cansancio.
Remedios Zafra escribe desde un lugar que desborda el pensamiento académico: escribe desde un cuerpo que escucha, que se desgasta, que impone pausas aunque el mundo insista en la velocidad. Como ella misma ha dicho: El cuerpo te dice ‘frena, cúrate’ mientras el mundo contemporáneo te dice ‘medícate, produce’. Esa tensión es parte del trasfondo de su obra. El síndrome de Alport —una enfermedad rara que afecta su vista y su audición— no ha disminuido su lucidez, sino que parece haberla afinado. En El entusiasmo se siente esa escritura encarnada, que piensa no desde la distancia teórica, sino desde la experiencia. Basta asomarse también a títulos como El bucle invisible, El informe o (h)adas para reconocer una autora que no solo analiza los malestares contemporáneos, sino que los habita. Una brújula, sin duda, para quienes intentamos resistir sin romantizar la precariedad, pensar sin despegarnos de lo vivo.
Como madre, el texto también me toca en otra fibra: la de preguntarme qué herencia simbólica dejo. ¿Cómo se explica a una hija que el trabajo que me apasiona a veces también me agota, me silencia, me diluye? ¿Cómo se enseña a cuidar el deseo sin permitir que lo devoren? ¿Cómo ofrecer modelos posibles, si —como advierte Zafra— “es complicado imaginarse ‘ser’ aquello que apenas se conoce”?
Desde mi práctica como periodista, me interpela la forma en que habitamos las redes: la necesidad de mostrarse, de producir contenido constante, de sostener una presencia que muchas veces no nos representa. Zafra nombra ese desgaste sin cinismo, con una ternura crítica que agradezco. La atención está en riesgo, y con ella, nuestra capacidad de crear de forma consciente. En un mundo donde “la vida real se aplaza a un futuro que siempre se pospone”, leerla es una forma de recuperar el foco.
También toca una fibra incómoda: la académica. Porque aunque nuestros modelos sociales sean distintos —ella en España, yo en Cuba—, la presión de homologar nuestras prácticas al modelo global no es ajena. Aquí también la academia ha adoptado formas que premian lo cuantificable, que valoran el “lugar” donde publicas más que lo que dices, que exigen parecer rigurosos incluso si eso significa sacrificar la creatividad. Como señala Zafra, muchas veces la subjetividad es penalizada, y con ella, se excluyen otras formas de verdad.
Leerla es, para mí, confirmar que no estamos solas. Y que incluso en los márgenes —geográficos, digitales o simbólicos— se puede pensar, resistir y nombrar el malestar. Porque como ella misma advierte: “la responsabilidad de la escritura, como la de la imaginación, no puede soslayar el rumbo actual de la producción cultural”. Y si algo me queda claro tras este libro, es que la resistencia comienza en algo tan sencillo —y tan radical— como no dejar que el entusiasmo nos sea arrebatado.