CAMAGÜEY.- Descubrimos esta película por azar —o quizá no—, un día cualquiera, al lado de mi hija de once años. Fue ella quien la encontró en una aplicación llamada Magis, que permite ver películas sin pagar. En la lista de opciones apareció El niño y el mundo, una producción brasileña de 2013 dirigida por Alê Abreu. Al poco de comenzar, supimos que estábamos ante algo fuera de lo común: sin palabras, con una animación hecha a mano y una potencia visual y sonora arrolladora.

Lo que parece una historia sencilla —un niño que abandona su aldea en busca de su padre— es en realidad una travesía profunda por los males del mundo contemporáneo: el éxodo forzado por causas económicas, la industrialización deshumanizante, la alienación urbana, la destrucción de la naturaleza. Todo eso, sin perder nunca la perspectiva del niño: su imaginación, su inocencia, su juego. La película invita a ver con ojos nuevos aquello que muchas veces normalizamos.

Lo más asombroso es cómo, sin un solo diálogo comprensible, logra decirlo todo. Como señala una crítica que encontré, la historia “no surge de un guion”, sino de secuencias que se hilvanan como recuerdos, empezando en blanco y volviéndose progresivamente más ricas y coloridas. El niño es Cuca, y su viaje lo lleva a encontrarse con distintas versiones de sí mismo: su yo adolescente, su yo anciano. Como si buscar al padre fuera también buscar(se).

Las técnicas de animación son múltiples —lápices de colores, collage, acuarelas, hasta imágenes reales— y remiten a artistas como Miró o Kandinsky. La música, compuesta por Gustavo Kurlat y Ruben Feffer, con colaboraciones de artistas como Nana Vasconcelos y Emicida, avanza desde una simple flauta hasta ritmos carnavalescos y combativos. La escena de la batalla aérea entre un ave multicolor y una rapaz negra es una metáfora visual del choque entre libertad y represión, deseo y sistema.

Pensar esta película desde nuestro presente, en América Latina y más allá, es mirar un espejo colorido que refleja una realidad muchas veces dolorosa: padres ausentes por necesidad, niños que aprenden a lidiar con el desarraigo, sociedades que olvidan el valor de lo humano frente al capital. Y sin embargo, hay esperanza en la forma, en la música, en los trazos, en la capacidad de imaginar otro mundo.

Ver esta película con mi hija fue también un viaje. El suyo, como espectadora en formación; el mío, como madre que vivió el año de estreno embarazada, sin saber que un día, más de una década después, la historia que no vio en su momento aparecería en la pantalla para ser compartida con ella.

Dado que la niña está haciendo un “Trabajo Práctico Integrador de Ciencias Naturales y Geografía”, hemos entrelazado el aprendizaje escolar con lo que transmite la película. El niño viaja por diferentes lugares: campos, montañas, fábricas y ciudades. Cada lugar tiene un paisaje distinto, y en cada uno, viven diferentes personas y hay distintas plantas y animales. La película nos ayuda a pensar en cómo cambia la vida de las personas cuando se van lejos. Terminamos concluyendo con un deseo. Nos gustaría que la naturaleza y el trabajo no separaran tanto a las familias.

En medio de estos días oscuros, literalmente, mi hija y yo decidimos encender otra luz. No la de la cocina, ni la del baño, ni siquiera la del refrigerador que lleva días desconectado. Encendimos la pantalla del móvil para ver El niño y el mundo. Fue nuestra elección, casi un acto de desobediencia doméstica, porque en esas tres escasas horas de electricidad que nos concede la empresa eléctrica, lo que “debíamos” hacer era otra cosa: lavar, limpiar, cocinar, correr contra el reloj. Pero no. Escogimos mirar, respirar y sentir.

La película nos envolvió como un susurro de colores y música en medio del ruido de un país cansado. Pero no pudimos terminarla. La corriente se fue de nuevo. Otra vez quedamos con la historia suspendida, como tantas otras cosas en estos días. Con las manos mojadas, sin terminar las tareas escolares, sin agua suficiente, con la vida empujando fuerte. Esta vez el apagón no solo nos quitó luz, nos robó el final.

Pero incluso en esa mitad de película hubo algo que tocó a mi niña profundamente: el dibujo. La animación de El niño y el mundo parece hecha por un niño soñador, con lápices de colores, acuarelas y papel. No hay líneas perfectas ni personajes idénticos. Todo parece vibrar, moverse como si estuviera vivo. Ella, que dibuja con el alma desde que puede sostener un lápiz, se quedó mirando las escenas como si fueran espejos de su imaginación. “¡Yo puedo hacer eso!”, dijo bajito. Y es verdad. En medio del apagón, en un país roto, ella crea.

Hoy, con suerte, empieza a sonar un hilo de agua de la calle en la cisterna. Un chorro tímido. Mientras tanto, mi hija sigue con su trabajo práctico integrador, escribiendo sobre ecosistemas, relieves y cuidados del medio ambiente. ¿Cómo explicarle que su realidad también es un paisaje? Uno duro, sí, pero donde aún florece la ternura y donde hemos de cultivar la esperanza que nos salva el arte.

El niño y el mundo ganó en 2013 el Coral en el Festival del Nuevo Cine Latinoamericano de La Habana, y desde entonces ha sido considerada una de las mejores películas brasileñas de todos los tiempos. Yo no la había visto. Estaba embarazada ese año, quizá pensando ya en la niña que ahora se sienta a mi lado con sus dibujos y sus preguntas.