CAMAGÜEY.- Hace menos de un mes participé en el primer Coloquio Nacional Orgullo de ser Cubano, en un panel que puso la mirada —y el corazón— en algo esencial: cómo se entrelazan la educación y la cultura en la formación de una ética que sea, ante todo, nuestra. Una ética descolonizadora, participativa, profundamente cubana. Y hacerlo con la urgencia que reclama el presente.
Porque si algo se ha vuelto claro en este siglo —no solo en Cuba, sino en buena parte del mundo— es que las nuevas generaciones ya no siempre ven en la formación un camino deseable. Se habla más de emprender que de estudiar, de resultados rápidos más que de procesos sostenidos, de éxito antes que de saber. ¿Dónde queda entonces el valor del conocimiento? ¿Cómo defender, en medio de una cultura global de la inmediatez, una ética que brote del diálogo, de la disciplina, de la sensibilidad y del pensamiento crítico?
Estas preguntas no son solo de Cuba. Pero aquí, donde la instrucción ha sido siempre parte de la justicia social, el reto se vuelve aún más urgente.
Pensar el país que queremos exige mirar nuestras escuelas, nuestros escenarios culturales, nuestros barrios y nuestras aulas. Este panel propuso explorar, desde distintos ángulos, cómo la cultura y la educación pueden —y deben— seguir siendo columnas éticas para nuestras juventudes y para la nación.
Me acompañaron cuatro personas comprometidas con esa búsqueda: El Ms.C Armando Pérez Padrón, desde la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, aporta una visión integradora entre arte, instituciones y sociedad civil; la Dra.C. Yaniar Zayas-Bazán Carballo, con experiencia en neuropsicología y educación, mostró cómo la ética se moldea en los entornos escolares y comunitarios; el Lic. Leonardo Leyva Fernández, teatrólogo y profesor, desafía a sus estudiantes a entender el arte como espacio de exigencia y libertad, su pedagogía escénica propone una ética del proceso: cada escena es una lección, cada gesto, una responsabilidad; y la Dra. C. María Teresa Caballero Rivacoba, socióloga y pensadora imprescindible.
Cuatro voces diversas y complementarias. Cuatro caminos que convergen en una misma urgencia: repensar la ética desde la educación y la cultura como ejes fundacionales de nuestra soberanía, nuestra equidad y nuestro porvenir.
LA FAMILIA COMO NÚCLEO DE LA TRANSFORMACIÓN SOCIAL
Ante la pregunta: ¿Cómo dialogan en sus experiencias cotidianas los valores que deseamos formar y las prácticas heredadas, muchas veces colonizadas?, volví a la intervención de la socióloga María Teresa Caballero, cuya profundidad merece ser subrayada.
Su análisis no solo expuso las tensiones estructurales de nuestra sociedad, sino que trazó un mapa hacia una reconstrucción ética desde el corazón de la vida cotidiana: la familia.
Comenzó señalando una verdad incómoda: Cuba cuenta con un amplio cuerpo legislativo y normativo —desde la política de juventud hasta la ley de protección de datos personales—, pero la eficacia de ese marco legal depende de su anclaje en la conciencia ciudadana: “¿Dónde se concreta cada uno de los articulados de todas estas legislaciones? En el comportamiento humano, en la conciencia con la que asumimos normas, reglas y leyes como preceptos que orientan la conducta.”
Esa conciencia, subrayó, se forma primero en la familia. No en abstracto, sino en la vida íntima, en las conversaciones que escasean, en los gestos que construyen afectos duraderos. Hoy, lamenta, ese espacio fundacional está resquebrajado. Se prioriza el alimento o la mochila escolar, pero se posterga el diálogo: “¿Cuántas veces nos sentamos a hablar en familia, a sesionar en familia, a darle la comunicación que requiere la vida familiar de estos tiempos?”
Con firmeza ética, sostuvo que la familia no debe ser solo objeto de políticas públicas, sino sujeto activo de transformación social. Llamó a formar valores esenciales —honestidad, laboriosidad, sensibilidad— e involucrar a todos los miembros en prácticas culturales, educativas y cívicas compartidas.
Advirtió sobre una peligrosa asimetría entre el “tener” y el “ser”, donde el valor de una persona parece medirse más por su capacidad de consumo que por su integridad: “No hay una motivación ni un impulso para estudiar, para aprender, para saber más, sino cómo ganar dinero rápidamente.”
Esta lógica, dijo, perpetúa las brechas de desigualdad y excluye a sectores populares de los espacios universitarios y culturales: “Las universidades vuelven a quedarse blancas y de hijos de intelectuales.”
Frente a ese panorama, su propuesta es clara y urgente: revincular a la familia con su misión formativa y espiritual, reconociendo que las generaciones no se parecen a sus padres, sino a sus tiempos, pero que en todos los tiempos hay que sembrar el bien.
Cerró con una evocación martiana: la felicidad no se encuentra en tener, sino en hacer el bien. Ese bien no se entrega en cosas materiales, sino en emociones, pensamientos y vínculos humanos. Desde Camagüey, ciudad pródiga en cultura e historia, lanzó un llamado: “Hagamos brillar el sol del mundo moral desde las familias.”
Sus palabras no son un diagnóstico, sino una brújula.
REFLEXIÓN DE CIERRE
Aquella mañana, en el Centro de Convenciones Santa Cecilia, se cruzaron muchas ideas. ¿Qué papel juega la cultura en la ética? ¿Cómo se concreta eso en las escuelas, en el arte, en la familia? Quedó clara la necesidad de políticas y prácticas que favorezcan estos tejidos estratégicos.
Ese panel fue apenas una pincelada. Pero como diría Fernando Martínez Heredia, lo importante no es solo responder, sino aprender a preguntar mejor.
Aspiramos a que cada quien se llevara no una receta, sino una inquietud viva. Porque si la cultura y la educación siguen siendo tejidos estratégicos, entonces nuestro mayor acto ético será: no dejar de formar, no dejar de crear, no dejar de pensar Cuba.