MADRID, ESPAÑA.- He estado viendo dos series que, aunque muy distintas en forma, se conectan en un punto esencial: la inquietud por lo que nos está pasando como sociedad frente al crecimiento tecnológico y el retroceso emocional. Me refiero a Adolescencia, una producción británica reciente que desarma con su sencillez y profundidad, y a Black Mirror, esa ya clásica distopía contemporánea que, más que ciencia ficción, parece crónica del presente.
Viviendo unos días en Madrid, rodeada de pantallas, pagos digitales y automatismos, me sorprendía pensar cómo en Cuba muchas de esas escenas aún nos resultan ciencia ficción. Pero cuando por fin accedemos a ese mundo, lo hacemos muchas veces sin preparación, como quien aterriza en un idioma que no domina. Y lo peor: sin preguntarnos si ese idioma nos está alejando de quienes somos.
En Adolescencia, lo que más me impactó fue el modo en que se comunican los personajes enfocados por la problemática de la serie: emojis, estados breves, respuestas monosilábicas. Un lenguaje encriptado que nos excluye como adultos, que simula decirlo todo con una carita sonriente o un corazón. Y lo digo también desde mi experiencia: suelo usar corazones rojos, y he asociado otros colores a causas concretas —el morado a las luchas feministas, el naranja a campañas contra la violencia—, pero descubro que para las generaciones más jóvenes, esos mismos símbolos significan otra cosa o, a veces, no significan nada. Son pulsaciones vacías, rápidas, que van sustituyendo palabras que alguna vez tuvieron peso.
Y pienso en los jeroglíficos, esos antiguos códigos que siglos después aún no logramos descifrar del todo. La humanidad ha hecho un largo camino para convertir la comunicación en una virtud, en una herramienta de comprensión mutua. ¿Por qué ahora pareciera que renunciamos a ella, celebrando lenguajes que nos aíslan o nos confunden?
Este fenómeno no es menor, sobre todo si hablamos de la infancia y la adolescencia. En casa hay niños que ya están entrando en esa etapa, y aunque vigilamos lo que consumen, no podemos controlar lo que sucede a su alrededor: compañeros de aula con acceso libre a datos, cuentas en redes sociales a los 10 años, estados de WhatsApp más elocuentes que cualquier conversación en persona.
¿Están preparados para esto? ¿Lo estamos nosotros? A esto se suma otro ejemplo que leí recientemente: un experimento con choferes, donde un grupo usaba mapas digitales y otro, mapas tradicionales.
¿El resultado? Aquellos que confiaban siempre en la tecnología perdieron progresivamente su sentido de orientación. Delegar en un aparato lo que antes hacíamos con el cuerpo, la mente y la intuición, nos debilita en lugar de liberarnos. Y eso no significa renunciar a la tecnología: significa no entregarle el control total.
En nuestro oficio como periodistas, por ejemplo, los avances han sido útiles. Transcribir una entrevista solía ser una tarea larga y mecánica. Hoy, un software puede hacer ese primer borrador con mínima tasa de error, y solo nos queda revisar mientras escuchamos. Eso es progreso: un recurso que optimiza procesos, pero que no reemplaza nuestro juicio ni nuestra mirada.
Lo que no podemos permitir es que esa comodidad nos haga menos humanos. Que los niños prefieran la ilusión de realidad que ofrece una pantalla a los afectos tangibles, a las conversaciones sin filtros, al juego en la calle.
Y que nosotros, los adultos, no sepamos acompañarlos en ese camino porque también estamos hipnotizados por el brillo del teléfono.
Black Mirror nos muestra los extremos: sociedades donde los “me gusta” determinan tu lugar en el mundo, donde la memoria es editable, donde ya no sabes si lo que vives es real. Pero lo más peligroso no es eso. Lo más peligroso es que en algunos lugares —y en algunas vidas— eso ya está pasando.
Por eso series como Adolescencia merecen circular más. No para asustar, sino para invitar a pensar. Porque si no formamos a nuestros hijos en el uso consciente y ético de la tecnología, otros lo harán. Y no siempre con buenas intenciones.
Todavía estamos a tiempo de elegir. De hablar más. De escuchar. De usar las palabras en vez de íconos cuando lo que sentimos no cabe en una carita feliz. Porque no todo puede ni debe decirse con un emoji.