CAMAGÜEY.- A Gilda Secundina Jiménez Montejo no le gustan las entrevistas, no cree merecerlas. Llevar la alfabetización a un pequeño poblado de Holguín con solo doce años fue para ella, además de un gran logro personal, un deber de aquella época. “Cuando las cosas se hacen de corazón, los elogios no son lo más importante. Saberme parte de la historia de cartillas y manuales en Cuba, es para mí el verdadero mérito”.

Todavía recuerda como si fuera hoy el discurso de Armando Hart Dávalos, ministro de Educación en 1961 donde anunciaba el propósito de la Revolución de llevar jóvenes a las montañas para enseñar a leer y escribir.

“Cuando se anunció de forma oficial la campaña ya tenía tres hermanos trabajando como docentes. La mayor se había graduado el año antes de maestra normalista y se encontraba en las montañas de Baracoa; uno de los varones que estudiaba en la escuela normal de Camagüey, se había incorporado como maestro voluntario al igual que el otro que cursaba grados en el Instituto de Segunda Enseñanza.

Yo estaba en séptimo grado de la secundaria básica Ana Betancourt y aunque no pretendía dedicarme al magisterio, sí me entusiasmaba la idea de ayudar a otros a trazar sus primeras líneas.

No se me olvida la creación de la brigada piloto en la escuela, pero sobre todo lo mal que lo pasé cuando nos explicaron que necesitábamos la aprobación de nuestros padres. Ahí se me complicó la cosa porque mi papá no estaba de acuerdo, me veía muy niña todavía. Entonces aproveché un momento que mi mamá se quedó sola, la convencí y ella me firmó la planilla. El viejo no se puso para nada contento, supongo que con el tiempo entendió”.

El 27 de mayo de 1961 abordó el tren que conduciría a los brigadistas de Camagüey hacia Varadero. Allí se realizaría la preparación en el uso de la cartilla, el manual y les enseñarían cómo debía ser el trato con los campesinos y con todo aquel que atendieran.

“Cuando nos pidieron que dijéramos los lugares donde queríamos alfabetizar nunca se me ocurrió decir Camagüey, yo quería reunirme con alguno de mis hermanos. Al final me fui para Holguín en la zona de Güirabo junto a tres camagüeyanas más”.

Del poblado revive el apoyo incondicional de los dos maestros de la escuelita rural, la familia de “Chiquitín” quien la acogió como su sexta hija y sus inicios en labores hogareñas. Tampoco olvida la vez que una de sus alumnas se puso de parto y cuando, por tratar de ayudar, echó juntos los frijoles y el arroz crudos para hacer un congrís.

“Yo les daba clases a las mujeres por la mañana y por la tarde, y a los hombres por la noche. Iba a las casas para que ellas no tuvieran que dejar los quehaceres y el cuidado de los hijos. Generalmente las clases duraban cerca de una hora.

Existían muchos prejuicios y nosotros por la edad ni los notábamos. Ningún esposo de los que conocimos hubiese permitido que un muchacho estuviera solo con su mujer ni aunque fuera para enseñarla a escribir. Era el año 1961, muy temprano para pensar en emancipación y otros enfoques más modernos, por lo menos en Cuba. Ni mis compañeros ni yo pudimos cambiar esa realidad, hicimos lo que estuvo a nuestro alcance y tratamos de acomodarnos para que nadie se quedara sin sus clases”.

Desde mayo hasta diciembre estuvo Gilda en Güirabo. Durante ese tiempo vino a casa solo en una ocasión. Creció en todos los sentidos y fue útil. En aquellos momentos no sabía la magnitud de su esfuerzo. Se dio cuenta, dice, cuando vio a Fidel en la plaza declarar a Cuba territorio libre de analfabetismo. Se habían alfabetizado en menos de un año 707 000 cubanos.

“Una vez concluida la campaña regresé a mi ciudad natal con la idea de continuar estudios de forma normal, quizás por eso no me incorporé al plan de becas que nos ofertaron semanas después en La Habana a todos los brigadista. Culminé octavo y noveno en la recién inaugurada secundaria 26 de julio. Luego hice las pruebas e ingresé en octubre de 1963 al Instituto Preuniversitario Raúl Cepero Bonilla ubicado en la capital. Durante esos años noté mi inclinación hacia las ciencias sobre todo Biología y cuando tocó decidirse por una carrera lo hice por Ingeniería Agrónoma”.

Aquí se acercó un poco al magisterio pues su plan incluía recibir clases en la mañana e impartirlas por la tarde en los politécnicos. No obstante, su objetivo no era educar.

Al concluir su cuarto año regresa a Camagüey y comienza a trabajar en el departamento de Sanidad Vegetal de la Delegación de la Agricultura mientras mantenía sus estudios del último año a distancia. Así se graduó. Años más tarde se especializó en Cito Bacteriología e incrementó el gusto por la investigación. Cursó postgrados, cumplió misión en Angola y se insertó como profesora adjunta en el Instituto Superior Pedagógico, hoy sede José Martí de la Universidad de Camagüey.

La jubilación le llegó en el 2014 pero se reincorporó a trabajar en un esquema de 10 % como docente y 90% como editora de la revista científico pedagógica Transformación. Nunca ha estado sola aunque cuenta que no constituyó una familia propia. Saber cerca a sus hermanos, sobrinos y sobrino-nietos le alegra los días, no necesita nada más. “Se puede ser feliz de varias formas, yo lo soy”.

“Con el paso del tiempo me he dado cuenta que la campaña influyó mucho en la formación de mi personalidad tan independiente. Nos hizo ver cómo era la realidad de la vida en el campo, nadie nos podía hacer un cuento que los guajiros vivían mejor antes del triunfo de la Revolución. Tuvimos que aprender a relacionarnos con disímiles formas de pensar y tratar a todos por igual.

Considero que fuimos una generación muy valiente. Estuvimos cuando y donde hizo falta y lo hicimos, así, por convicción. La palabra que uso para definir la campaña de alfabetización es Humana y así la veo siempre”.