CAMAGÜEY.-Sin ánimo de polemizar, pero sí de sumarme a un diálogo público luego del comentario que mi colega Jorge Enrique Jerez Belisario (Jorgito) publicó, bajo el título Una juventud encontrada, que a su vez originó una amena conversación entre un amigo y yo.

En mi adolescencia y juventud también estábamos “perdidos”. Quien no vivió aquellos tiempos no es capaz de imaginar lo que pasaron los varones decididos a dejarse crecer el pelo; esas melenas costaron, y mucho; tampoco sospechan las críticas que recibíamos por ese cambio en el vestir que alborotó a tantos: la minifalda.

Aun así, seguimos en nuestros empeños. Los “melenudos” siguieron siéndolo y nosotras vestíamos corto a como diera lugar, y eso también es rebeldía.

Comenzaron a usarse los pantalones pitusas. Ese fue otro hecho tremendo. Conseguíamos los Lee siete capas que por su peso nos hacían sentir en lugar de piernas, postes de la luz; además de los Levis, Lois, por cierto muy buenas marcas y de una calidad extrema, y aclaro algo, no los comprábamos por eso sino porque “llegaban” a nuestras manos a un precio de entre 100 y 120 pesos en moneda nacional. De esto se infiere algo bueno, y es que el dinero valía y alcanzaba, hasta para vacacionar.

Luego de explotar los jeans hasta la saciedad iban perdiendo el color y casi hasta nos gustaban más. En mi casa decían: “La mujer debe ponerse siempre lo mejor que tiene”; sin embargo, hacía caso omiso, tanto yo como mis amistades, seguíamos con ellos a cuestas, y eso también es rebeldía.

Como muchas jovencitas tejía mis medias y las de mi hermano para ir a la escuela, vestía ropas modificadas de mi madre, madrina, y tías… y a los varones, lo sé de muy cerca, les adaptaban los pantalones de sus padres debido al crecimiento.

Esa misma juventud se ponía de acuerdo a la hora de ir a las fiestas de 15 o para pasear en el Comercio, que no era otro que la calle Maceo. No nos gustaba sobresalir unos por encima de otros y sí el andar parejo. Creíamos en la amistad, éramos incondicionales entre nos, algo que perdura al reunirnos, reecontrarnos. Los varones, que no eran bobos, cuidaban de sus amigas, las protegían y respetaban.

Qué decir de la música. Nos tildaban de extranjerizantes. No escuchábamos la cubana, no nos interesaba aunque abochorne un poco confesarlo. The Beatles no eran bien vistos y en todas las fiestas estaban, bailábamos a su compás y hubo hasta quienes aprendieron el inglés con sus canciones. Otros grupos nos fascinaban, incluido el boom de los españoles, etapa llamada aún “la década prodigiosa”, cuando sobrevivió más de diez años.

Una amiga fue a comprar un disco de acetato y desechó el de Benny Moré, seleccionó el que recogía una compilación del Festival de San Remo y al preguntarle el porqué me respondió que era de afuera y tenía una bella carátula. El del Bárbaro del Ritmo exhibía su imagen, la de siempre, esa que ahora cautiva.

En un viaje que realicé a la capital pasé frente al Salón Rojo del hotel Capri y me llamó la atención un grupo de jóvenes amontonados, como zombis, eran hippies. Una amistad cercana me alertó que no lo hiciera más, no era aconsejable y a decir verdad me parecieron muy inofensivos como para temerles.

Cuando estudiaba en el Preuniversitario Álvaro Morell, el del Casino, alternaba tres relojes; uno regalado por mis padres en mi cumple número nueve, que guardo aún con especial cariño, y los otros los recibí de familiares, y como eran automáticos no podía dejarlos sin movimiento, o sea, los utilizaba sin el menor atisbo de ostentación; y como mi padre vestía de traje, cuello y corbata, algunos opinaban que yo era una bitonga, sin averiguar antes siquiera para conocer cuánto él amaba el sistema social cubano y, además, que era militante del Partido.

Esa misma juventud, tan criticada y cuestionada era la que estaba presente en los trabajos productivos, por lo general con el mes de diciembre por medio y fin de año incluido, en sitios sin corriente eléctrica, con las consabidas letrinas… y no todos acudían con agrado, y sí con la alegría propia de la edad; esos jóvenes y hasta niños fueron a sitios intrincados a alfabetizar a quienes no sabían leer ni escribir, esos mismos jóvenes cambiaron sus ilusiones de carrera porque hacían falta maestros y muchos de ellos hoy lo son todavía, magníficos y enamorados de la profesión. Y es bueno saber que no todos tuvieron el consentimiento de sus progenitores y lo hicieron y eso también es rebeldía.

Otras hazañas enfrentaron los de mi época, como decimos demasiado, tal cual si la que vivimos por ser más viejos no nos perteneciera ya, y no las repito porque muchas fueron mencionadas por Jorgito en su acertado comentario.

Quienes nos antecedieron se nos mostraban demasiado perfectos y me refiero a la sociedad toda. Nunca escuché a una persona mayor reconocer sus incapacidades, sus errores, todo lo contrario, querían que fuéramos una copia de sus originales y no lo fuimos, no lo consiguieron y eso también es rebeldía.

Mi padre decía que debíamos respetar las canas, pero ojo, no creyendo que esos pelos blancos eran sinónimo de honestidad, honradez…, porque los buenos seres humanos envejecían y los malos igualmente.

La juventud es una etapa bella y difícill que como una suerte de magia se nos va muy pronto, por eso sería excelente disfrutarla más intensamente. El tren que pasa una vez y usted no alcanza no regresa, puede venir otro y otro, mas el que se pasó, pasó.

En mi modestísima opinión y después de vivir un verdor que no cambio por otro, me atrevo a asegurar que la juventud es una sola, quien es cambiante y lo será siempre, es la situación socioeconómica de cada tiempo.