CAMAGÜEY.- Mi pequeña sobrina, Carolina, llegó a este mundo hace apenas un año y tres meses. Corre por doquier, camina, explora, ríe, llora, toca, mira, rompe, baila y lo habla todo: “zapato, carro, mamá, papá…”. Es una perica. Cada vez que coloco en su memoria una nueva palabra siento la satisfacción de quien obra un milagro. Me creo único, un maestro. La miro de nuevo, reflexiono sobre ese “milagro” y me pregunto sin más: ¿Cuántos como yo disfrutarán de esos momentos gracias al idioma que heredamos?

Desde Brasil a Bangladesh, de México a Marruecos, de Suecia a Surinam, de Croacia a Cuba, las lenguas devienen en un punto de coincidencia en el desarrollo de las sociedades y del ser humano. Según plantean los estudiosos existen alrededor de siete mil en el planeta. Imagínense, siete mil formas para saludar con un "buenos días" a tus más allegados, de presagiarle a tus compañeros el clima o de sorprender a tu pareja con un "te amo". Siete mil formas de expresarnos.

El reto utópico, al menos para un políglota mortal, no deja de ser atractivo. Lo tienen bien claro los habitantes de Papúa Nueva Guinea, en cuyas tierras, multiculturales por excelencia, se hablan más de... 800 lenguajes. En su capital, Port Moresby, sería más factible buscar destinos a la suerte que comunicarse. Allí, en esa especie de “Babel”, las familias papúes deben evadir las confluencias idiomáticas con el inglés para ganarse el pan del día a día.

A muchos llama la atención una charla entre japoneses. Es peculiar. Cuando los nipones crean los ideogramas, símbolos que dan lugar a las palabras, dibujan con suavidad, palitos y curvas. Luego, la rapidez mientras los leen hace que recreemos en nuestra mente un estallido de lava volcánica. Esas mismas palabras forjan un arte exclusivo para el pueblo como el antiquísimo teatro Kabuki, la breve belleza de los poemas haiku o el acostumbrado agradecimiento itadakimasu antes de saborear un plato hogareño.

Me contó una vez un exmilitar cubano que la grandeza de los etíopes solo es comparada a la de su dialecto: el amárico. El otrora tanquista desconoció debilidades en los hijos de esa tierra. “Selam”, saludaban siempre con gentileza a los hermanos de lucha. Su “awo” daba el sí para apoyar a los internacionalistas en la expulsión de los invasores. “Ande, hulet, sost”, bailaban así el paso chévere junto a los nuestros. En aquella guerra, ambos ejércitos hablaban un solo idioma.

Cuba fue una de las tantas naciones donde los conquistadores españoles dejaron su huella, una marcada con la sangre tras largos años de colonización, de intento de transculturación. Sin embargo, las bondades de su idioma quedaron plantadas en nuestra cultura, junto a las africanas y las aborígenes. De ese poderoso árbol común florece un vocabulario que mezcla el gusto de un cohíba, con el sabor de café, mientras se escucha una rumba.

Aunque Carolina todavía no lo entienda y, de momento, yo fracase en hacerle entender con pocas palabras mi alma, como dijo el mítico artista italiano, Miguel Ángel Buonarroti, ya las primeras semillas están sembradas. Germinarán. Crecerán y con el tiempo ella creará sus historias dentro de un gran país. Cuando el reloj lo considere adecuado, también transmitirá el milagro de la lengua materna al futuro.