CAMAGÜEY.- Siguiendo la cuerda del académico argentino Nestor García Canclini, en la ceremonia cotidiana de poner “cáscara” al “palo” hay consumo. Hay apropiación y uso de esos productos. Hay (o debiera haber) reproducción de la fuerza de trabajo y expansión del capital. Hay disputa entre los “consumidores” por los productos que la sociedad produce (o debiera producir). Hay distinción simbólica en la gente por lo que lleva, y por la manera en que lo lleva –entiéndase además la diferencia desde el binomio uso-ocasión-. Hay integración y comunicación. Hay (o debiera haber) objetivación de los deseos—preferencias. Hay un proceso ritual.    

No es que los seis modelos teóricos del consumo cultural que propone Canclini nos despeje todas las variables, pero sí nos enseña la vía. Pese a que matemáticamente hablando a la resolución se llega por varios caminos, resulta complejo poner en cuartillas algunas ideas y opiniones (sin carácter científico) sobre el vestuario en la Cuba de hoy, sobre la “apropiación y uso” de la moda en Cuba. Compadezco a los estudiosos del tema, dadas las consabidas irregularidades y malformaciones que presenta la industria textil en nuestro país. Aclaro, no es este un trabajo para abordar tales torceduras (aunque también debiera serlo).  

Pero, ¿dónde la gente puede hallar las líneas del diseño cubano? ¿Podemos hablar de moda propia? ¿Existe alguna política destinada a cultivar lo genuino desde el vestuario, para los “modelos” nacionales?

La Semana de la Moda, que desde el 2015 sucede en La Habana con carácter anual, es un buen intento por resucitar los eventos que promuevan el diseño de ropa auténtica. Como sucede con tanto más, el intento se queda en La Habana. Y el talento está: otra prueba fue la primera Bienal de Diseño de La Habana, en mayo pasado, que tuvo como subsedes a Camagüey y Santiago de Cuba.

El problema está en la alianza, demasiado reposada, que existe entre los profesionales del diseño y la industria. Los proyectos se quedan ahí, en el vocablo; y al no encontrar reproducción, ganan las tendencias que imponen los viajes del trapicheo. Nada oriundos, como bosteza la lógica. La identidad también se expresa a través de lo que –arbitrariamente o no—elegimos para moldear la imagen.

En tal sentido es inquietante la depresión de opciones que exhiben nuestras vidrieras. Nos hala el “sayo” la débil sincronía entre diseño, actualidad y variedad que “trazamos” desde dentro, sin ajustar el encaje con la socorrida puntada calidad-precio.     

En diciembre de 2009 el periódico Juventud Rebelde publicó que la Unión de Confecciones Textiles del Ministerio de la Industria Ligera contaba con 123 fábricas en todo el país destinadas, fundamentalmente, a la elaboración de uniformes del sector estatal. Solo el siete por ciento de la producción que aportaban esos centros correspondía a la confección de piezas comercializadas en la red de tiendas recaudadoras de divisas. Cuántas pasarelas han llovido, y a juzgar por las perchas “estatales” el atuendo sigue old –fashion. Mientras no exista la infraestructura precisa no podremos hablar de vestuario cubano, y por tanto, no podremos hablar de correspondencias entre lo que apasiona y predomina como propuestas nacionales.    

De igual manera preocupa otro “estilo”. Y es la propensión a la vestimenta en serie, a lo que todo el mundo trae sin más reparo que la carta de triunfo por ser “lo que se usa”. Para algunos es imposible andar sin escuchar el grito del último maletín de Rusia o Panamá; para otros, los menos, este apego a lo industrial resulta tan raro y misterioso como el salto de Alicia a través del espejo.  

Mucho dice de nosotros los “hilos” del cariz, sobre todo cuando las condiciones, espacios y situaciones hablan más alto que los antojos de la casualidad. No es que se trate de andar como salidos de un desfile parisino, pero sí de crear una imagen, una personalidad, una estética propia, sin caer en desgarres ridículos.  

La moda es modo de vida, pertenencia o exclusión a determinados grupos sociales, es información simbólica. Y si bien es recurrente que el gusto desborde la posibilidad, tampoco es cuestión (para los que puedan) de ir tras lo caro y hermoso que no siempre es lo hermoso y funcional, lo “ajustable”.   

Porque, dónde queda lo sencillo y cálido, las marcas de boutique que blanden unas manos cercanas. Históricamente nos distinguieron las modistas de barrio. En el mayor de los casos por necesidad, pero una necesidad—sin remedio que completaba, satisfacía. Ya no. En lo personal he sido vista más elegante cuando llevo los diseños carísimos de abuela; cuando les gano a mis primas el tiempo de Chelita y sus artificios con el pedal. Ahora recuerdo aquella saya suya que se volvió uno de mis vestidos favoritos, o el tejido viejo hecho blusa que alentó al ropero de Liset.

Cierto es que muchos cubanos vestimos con lo que nos cae a la mano, pero no por la falta de opciones debemos perder la individualidad. Idear un modelo, hacer una pinza, poner un lazo, coger el trozo de tela olvidado y volverlo una pieza a la medida exacta --en talle y esencias-- nos cose más “moda”, más gracia.

No solo vamos perdiendo el deshilado y las alforzas de la costura doméstica, sino la posibilidad del arraigo textil, de la cubanidad que pudiera cubrirse con mantas propias. Cuidado, en esos desamparos siempre hay algo de azaroso. Y no es exagerada vocación por la sospecha; aquí, meras puntadas.

 Foto: Leandro Pérez Pérez/Adelante/ArchivoFoto: Leandro Pérez Pérez/Adelante/Archivo