CAMAGÜEY.- Una de las últimas voluntades de Alfred Bernhard Nobel, antes de morir, fue la de crear una institución que premiara a quienes han obrado en pos del desarrollo de la humanidad y que permanecieran en la historia como ejemplo de un legado palpable que disfrutarían las venideras generaciones.

A pesar de las buenas intenciones, desde su propia fundación, los premios Nobel, principalmente los de la Paz, quedaron cimentados bajo los influjos de la ironía: los primeros galardonados amasaron parte de la fortuna del sueco, obtenida gracias a Boforos, su exitosa empresa armamentística.

Mahatma Ghandi es uno de los hombres más admirables que he conocido y, aunque los casi setenta años de su asesinato tilden de utópicas mis palabras, la obra del indio, es un semillero espiritual que transgrede el espacio-tiempo y se injerta en el alma.

Las huellas de sus enseñanzas, como la de su doctrina de la no violencia, perviven en cada movimiento social que lucha de manera pacífica por la libertad; sin embargo, los espejuelos de los integrantes del Comité Nobel de Noruega tenían tan poca graduación, que no pudieron apreciar las virtudes del hindú y no lo consideraron apto para incluirlo, en esa suerte de panteón, vedada para los VIP de la paz en el planeta.

No obstante, la falta de visión en casos como el del político hindú, para continuar con las sintomatologías oculares, los encargados de otorgar el honorífico premio saben reajustar sus gafas, limpiarlas, y las dejan tan perfectas que son capaces de ver partículas sagradas hasta en el saco de un demonio.

Cuando en 1973 el mundo vivía la triste invasión norteamericana a Vietnam, le fue entregada la medalla de oro con el bajorrelieve del rostro de Nobel a Henry Kissinger y a Le Duc Tho.

El político vietnamita, un consagrado a la liberación de su Patria, denegó la condecoración. La razón principal: su tierra aún se encontraba en un cruento conflicto bélico con el imperio estadounidense.

Ahora, Kissinger, habitualmente vendido por varios columnistas extranjeros como un hito de la política exterior de los Estados Unidos, o como un inteligente mediador entre el bloque socialista y el capitalista, no equiparó la ética postura del líder asiático. Él solo estiró el cuello y se llevó el gato al agua. ¿Qué habrá planeado Henry? quizá: si gano el Nobel borraré de las memorias mi implicación con la Operación Cóndor y hasta es posible que mis detractores aprecien con dulzura mi amistad con el piadoso Augusto Pinochet.

Aunque los años pasen y nos pongamos viejos, la entrega de los premios Nobel de la Paz, salvo excepciones, se mantienen igualitas. Un ejemplo de ello, que provocó serias lesiones en los tímpanos de muchos, fue cuando escucharon en el 2009 que a un presidente llamado Barack Obama le había sido regalada la distinción.

Mientras pisaba la alfombra roja de la gloria, el Presidente de la nación de las barras y las estrellas también hacía lo mismo con ciertas inscripciones del testamento del sueco Alfred Nobel donde reza que el honor del mérito corresponde a quien “(…) haya trabajado más o mejor en favor de la fraternidad entre las naciones, la abolición o reducción de los ejércitos existentes, así como la celebración y promoción de procesos de paz”.

Hasta el mismo Tío Sam está consciente, y sin cruzar los dedos a escondidas, de cuánto se ha esforzado Obama por preservar la calma en cada rincón de la Tierra. Un hombre con tanto carisma, tan cool, es imposible que se mantenga al margen del contexto de países como Siria, Iraq, Irán, Afganistán, Rusia, Corea del Norte, Brasil, Venezuela, Cuba, y no se permita, de vez en vez, determinados antojos: quizá hoy dé la orden y bombardee a los civiles en Aleppo; mañana rete a Piongyang a prender una Tercera Guerra Mundial, o en una semana, prometa de nuevo a los cubanos la eliminación del bloqueo.

Nada, que el premio tiene, para muchos, un sabor a patente de corso, a permiso especial que justifica el genocidio, a placer, bajo el nombre de una guerra santa. Por el contrario, las nobles intenciones de otros, como por ejemplo, la de nuestros médicos que han salvado tantas vidas por todo el planeta, no han sido nunca reconocidas por la institución.

Si se quiere que esta institución responda a los genuinos intereses de la paz y tenga aires de sinceridad, debe prevalecer el interés humano sobre el político, debe prevalecer el peso del corazón sobre el de la conciencia porque quizás esta sea una solución para que los premios Nobel descentralicen sus elecciones y gratifiquen con transparencia a la gente buena, a los nobles.