Ella, que con solo una llamada podía salir de la Isla, resistió la presión de amigos que dentro y fuera de Cuba esperaban y hasta exhortaban la salida como la opción más lógica. Hoy nos separan cientos de kilómetros, pero sigue, hasta donde sé, empeñada en conquistar su plenitud dentro de nuestro caimán.

¿Qué hace la juventud, si no batallar? ¿Nos iremos todos? Y los que estamos, ¿queremos a Cuba, soñamos la mayoría con ser felices en ella? ¿Visualizamos con nitidez el peligro que hay en no amar con toda la savia a nuestras raíces?

El mundo giró vertiginoso desde que Heredia escribió el Himno del desterrado, y aunque ahora hay quien cante de júbilo por el exilio, existen esencias que no giran 180 grados. Hace poco oímos: “Cuba se extraña, Cuba se extraña/aunque tú vivas en Miami/ aunque tú vivas en España”.

Podemos hacer una Cuba nuestra, distinta a la de nuestros padres, mejor que la de ellos. Nuestro horizonte debe estar más allá del horizonte, y hay que echar pie en tierra para que el ala se fortalezca. Hay que volar. Nos han tocado días espinosos, pero de nada fácil sale lo duradero. Nuestro deber primero es combatir la incredulidad. Debemos creer en nuestra capacidad para ser más capaces, ¡nos sobran neuronas y coraje para revolucionar nuestra isla!

Esta juventud reguetonera puede también elevarse. Yo viví el inicio del reguetón; su violencia y desafuero también me sedujeron y a la par aprendí historia del arte y filosofía, cuando en la “Vocacional” bastaba para soltar pestañas con las asignaturas incluidas en el programa docente.

Otros de mi edad bailaron más, tuvieron más novias y hoy sus competencias profesionales están a la altura de sus colegas del llamado primer mundo. Crecemos, sí, somos capaces de tener las riendas. No podemos andar con la paciencia de almohada, sino con la tenacidad. En las venas de los jóvenes fluye el futuro de la nación. Hagamos nuestras las palabras patria, Revolución, socialismo, quitémosle el polvo de ideas obsoletas, rescatemos sus mejores remedios para construir lo nuevo, no tengamos temor. Temer es perder.

Nuestros abuelos hablan de bonanzas alimentarias que nos parecen mentiras. Muchos de nuestros padres viajaron por toda Cuba, hoy casi ni visitamos a la familia en la misma ciudad. Tenemos pocas industrias y muchas viejas. La tierra cubierta casi toda de marabú, y hay malezas también en otras esferas.

“Aquí nada funciona bien”, ¿no han oído la frase? Al pesimismo y la mediocridad hay que aporrearlos quizás hasta más fuerte que a la mala administración, porque dañan más. Asumir que la crisis espiritual nos fustiga hoy más que la económica es el inequívoco primer paso al avance.

Una amiga de una amiga, ingeniera cubana, trabaja como técnico de nivel medio en Estados Unidos. Tiene buen carro, casa, comodidades… ¿Para qué contar, verdad? Pero nunca pudo amamantar a sus hijas. A los 45 días tuvo que incorporarse al trabajo... ¡Cómo anhela nuestras leyes! Pero no volverá; como tampoco lo hará el tiempo que no pasa con sus vástagos.

Nuestra felicidad no puede ser la de un joven suizo, tenemos que hacer la nuestra, sin miserias a pesar de las escaseces. Martí, tan agudo, vivió en los Estados Unidos cuando se despertaba como imperio y de él dijo: “Viví en el monstruo…”. No afirmó haber conocido la octava maravilla. Como el Apóstol, tracemos nuestros propios paradigmas de desarrollo. Ya sabemos qué caro sale calcar modelos foráneos. Y ahora que nos abrimos al mundo, hoy en la hora de las garras de terciopelo, más tenemos que cuidar nuestras palmas.

A mí por lo menos no me da la gana de que mis hijos, que aún no tengo, crezcan queriendo huir de las pobrezas; han de ser ricos en carácter para enfrentar si fuera preciso, como yo, la pobreza de los bolsillos, esa que no les quiero legar.

Cojo botella y pluriempleado y todo paso trabajo para arreglar la bicicleta, pero no me da la gana de rendirme. También tengo amigos que me llaman tonto por no apurarme en abandonar a Cuba. Aquí estudio a la vez en una maestría y un doctorado; me supero cuánto quiero y gratis; sé inglés por necesidad y placer, pero no por ser un discriminado hispanohablante: ¡estoy con los míos! Salgo con mi ahijado sin miedo al secuestro, y a la iglesia sin miedo a que estalle una bomba. Y sí, caballero, me encantaría comer uvas y peras, pero si eso me cuesta mi familia, mi profesión, mi alma, me quedo con las guayabas de la casa de mi tía Isabel. Me da la gana.

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