Ese retroceso se ha dado en un terreno político plagado de más trampas que las que el vietcong tendía a marines norteamericanos en Vietnam. La derecha oligárquica ha logrado después de algunos años de flaquezas volver a vertebrarse con los centros tradicionales de poder en el exterior y poner zancadilla a los gobiernos progresistas latinoamericanos.

Quedan incólumes, pero no exentos de peligros y muy acosados por sus enemigos, los gobiernos de Ecuador con el presidente Rafael Correa, y el de Brasil con Dilma Rousseff, este último dentro de un cerco muy fuerte para impedir una nueva elección de Inacio Lula da Silva.

Lo que algunos denominan una contraofensiva del capital para recuperar el terreno perdido desde la revolución bolivariana, ha permitido el retorno al escenario político de verdaderos fósiles como Henry Ramos Allup en Venezuela y congéneres de nueva forja como Mauricio Macri en Argentina.

Ahora en Bolivia renacen los sempiternos enemigos de los indígenas cocaleros para frenar el apresurado avance al desarrollo socioeconómico que tan magistralmente ha estado concretando el gobierno de Morales y cuyas perspectivas requerían de ese nuevo mandato para consolidar lo hecho hasta ahora.

Bolivia será siempre el ejemplo de pujanza, honestidad y anticorrupción cuyo resultado concreto fue sacar al país de su miseria secular y colocarlo en el sendero de un progreso envidiable.

Los teóricos del neoliberalismo emborronan montañas de cuartillas para dar una explicación falaz a lo que ha ocurrido en esos tres países y repican campanas con sus quebradizas teorías del fin de la historia y del ciclo de los gobiernos progresistas.

Sin embargo nada más alejado de la realidad que esa afirmación pues si hay una contraofensiva estratégica de la derecha continental es porque antes hubo fracasos de tal envergadura que remecieron el sistema neoliberal desde sus raíces con acontecimientos históricos como la Revolución bolivariana.

El fracaso neoliberal con la derrota de uno de sus ejes básico como el Área de Libre Comercio de las América (ALCA), marcó el retroceso de las políticas de dominación y sometimiento dentro de una geoestrategia que ambicionaba instaurar a punta de cañones y dinero un mundo unipolar que llevaría a la humanidad al suicidio.

La derrota del ALCA demostró que la cartografía imperial desde el Reino Unido, el destino manifiesto y la doctrina Monroe, hasta el Consenso de Washington, perdía su lógica reproductora de élites locales y sobrevenían gobiernos populares que podían terminar en revoluciones sociales dentro de los propios esquemas de una democracia representativa que hacía aguas por doquier y podía terminar como el Titanic.

Gobiernos como los de Venezuela, Ecuador o Bolivia, demostraron que ya no eran posibles ni las dictaduras militares, ni la intervención directa de los Estados Unidos, y ni siquiera las engañosas autocracias disfrazadas de un postmodernismo de hojalata.

En honor a la verdad, si se habla de retroceso, la marcha atrás histórica es la de ese capitalismo salvaje denunciado por el papa Juan Pablo II, como lo demuestran la creación de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y del Caribe (CELAC), el SELA, Unasur, Petrocaribe y otros mecanismos de integración, sin presencia estadounidense.

Mientras que los acontecimientos electorales de Bolivia, Venezuela y Argentina, muy circunstanciales, son harina de otro costal que deben ser profundamente analizados por los interesados, al margen de la evidente campaña sucia de la derecha y de las montañas de dinero para ponerla en práctica.

En ese contexto de retrocesos y avances del neoliberalismo y su antítesis, los gobiernos progresistas postneoliberales, se llena de sentido la vieja discusión de taberna, si el vaso está medio lleno o medio vacío.

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