Es hora de repensarnos como individuos y como sociedad, de que instituciones como la familia y la escuela, ámbitos fundamentales de la formación y desarrollo de la personalidad,  ponderen la alianza en su accionar, porque ciertamente, es materia no aprehendida, porque hay que poner en primer renglón las prácticas que engrandezcan lo humano, no que lo degraden. 

Pero, este no es un comentario para comunicar sobre conversatorio o iniciativa de alguien de este lugar de La Mancha reunidos con el objetivo de debatir, extraer conclusiones y proponer alternativas para combatir la crisis de valores en que hoy vive nuestra sociedad.

Quizás porque esta reportera cree que tenemos que replantearnos el método con el que nos hemos volcado a esta lucha, o porque se siente lectora con la misma intensidad con la que escribe, es que considera oportuno intentar convencer con otras “armas” sobre la realidad del fenómeno con que inició estas líneas.

- Mira pipo un regalito

Esas cuatro palabras me conmovieron al borde de la consabida arenilla que a menudo desafía a las pupilas. Pero a pesar de la reyerta ocular este no era un episodio de los más habituales de insultos, malos tratos y ademanes crispados.

Fue en una reciente mañana de domingo cuando, dispuesta a viajar confiando en las bondades de la lista de espera, un pequeño conversador y dicharachero le daba las gracias por el pullover obsequiado a otro pasajero desconocido que ese día hizo una quijotada y, aunque sin comisión manifiesta, se enriqueció y se hizo mejor persona.

El niño con destino Holguín que acaparó la atención de todos por su insomnio vencedor con talento de comediante, por los bolsos remendados, por el shorcito de escuela que vestía aun sin entrar septiembre, por su afable estado natural que no concordaba con los golpes de la vida que mostraba su estampa, no pasaba de los diez años y cuidaba a su anciana abuela cual diligente centinela real… 

Hace unos meses una compañera de trabajo de mi mamá me habló del suceso no como mera conversación sino como sugerencia de trabajo a la entonces casi periodista  por su valor publicable. En ese entonces me comentaba de la llevada y traída crisis de valores pero de lo poco que veía en nuestros medios el reflejo de las menos visibles pero también cotidianas nobles acciones, reconocibles conductas. Se trataba de la inverosímil historia de Pedro; personaje real que sin llevar a Martina por nombre se encontró una ¨moneda¨, y no precisamente barriendo su casa.

Resulta que ese día Pedro y Enrique compartían fortuitamente un camión con dirección a Nuevitas, pero nada más en la vida. Enrique abandonó primero el transporte y Pedro descubrió al final del viaje un valioso maletín que a cualquiera le habría alegrado el día. Y contra todos sus pronósticos Enrique volvió a ver su esfigmomanómetro de reciente adquisición para chequearse la presión arterial, el teléfono Samsung que su hijo le regalara y el resto de las pertenencias en óptimo estado.

Aun sin identificación alguna en el equipaje Pedrín, como todos conocen al joven, desoyó el consejo de otro viajero y optó por buscar al propietario. Así, por este empeño de principios más que de voluntad, fue como Enrique conoció a Pedrín, ordeñando sus vacas sobre las seis de la mañana, en su finca del Paradero de Lugareño.

Y hace solo unos pocos días debido a la demora del ómnibus que necesitaba me valí de un coche para llegar a casa; en el trayecto se nos incorporó una muchacha de unos 20 años y su simple “buenas tardes” me recordó en esa fecha que todavía quedan seres para devolver la confianza en un incierto futuro de coexistencia de esta especie.

La educación y las buenas costumbres no es cuestión de niños, jóvenes o ancianos, es cosa de humanos, ese ser que se alimenta, se viste, piensa, que en definitiva vive en sociedad por lo que es crucial respetar y cumplir las normas de civismo. Mas, no por reglamento, sino por convicción.

Porque me rehúso a aceptar que, filosóficamente hablando, ganen en este estadío de la evolución los antivalores que “preconiza” la postmodernidad. 

A ella no la inquietó demasiado el fuerte sol de mediodía del que era víctima antes de abordar el carrusel, ni a él la prolongada ausencia de su transporte, tampoco a Pedrín el capital sin dueño expreso que nada le dio y sí le quitó en diligencias su tiempo. Simplemente, esos menos no fueron suficientes para ella negar un saludo vespertino, ni a él para dar amor más que una prenda de poliéster, ni al guajiro para devolver la costosa tecnología androide y demás bienes a Enrique.

Es para ellos, y para usted que ojalá se reconozca en las presentes letras, estas gracias públicas.  

{flike} {plusone} {ttweet}