CAMAGÜEY.- La música tuvo su década prodigiosa. Quién no bailó, escuchó, aquellas canciones que de ser sencillas, parecían escritas por chicos de primaria. Pero, no sé, eran letras pegajosas, cautivantes, y que aún conservan encantos pese a las escaramuzas del tiempo.

Es verdad. No se equivoca. El tema en cuestión no es musical, pues la agricultura es algo más compleja que componer una pieza artística, sobre todo si los recursos están escurridizos, escasos, intermitentes.

No descubro absolutamente nada, aunque válido es hacerle un guiño, si afirmo que los ‘80 siguen siendo referente ideal, pese a que la “idea” sea cuestionable, cuando ahora el precio y la calidad entran en constantes conflictos de intereses, o si soñamos que podremos cumplir aspiraciones con un modesto salario que agoniza precozmente casi sin calentar la cartera o el bolsillo.

Pero la década, o las glorias de los '80, son fuegos fatuos, recuerdos, huellas que todavía se perciben, pero únicamente en la memoria, pues el contexto golpea y provoca que la realidad te descongele, más si razones externas conspiran, en gran medida, contra una vida más pródiga.

Ahora, esos aires del norte vuelven con rehabilitadas energías, sin camuflaje, interesadas en cercenar una voluntad que en 60 años sigue sin asfixias, y no porque los adversarios no hayan hecho todo lo posible por ahogarnos, dejarnos sin fuentes de ingreso.

Son verdugos implacables, buitres políticos que buscan engullirnos. Nuestro tigre sigue sin rayas imperiales.

Cuba soporta, con las fortalezas de la incalculable experiencia de lidiar contra quienes tocan tambores de guerra, como si la guerra fuera un medicamento fiable, de uso para ciertas urgencias. No andamos cruzados de brazos, porque en esta Isla le damos a la defensa la misma prioridad que a los frijoles.

Y allá vamos. Los recortes de los mercados obligan a que volvamos a virarnos para la tierra, con el mismo concepto martiano de que si el hombre sirve, la tierra sirve.

Debemos exportar, “o botar” la idea de que todo hay que traerlo de afuera. La filosofía está clara, y es darle todo el impulso necesario a elevar producciones nacionales, a crear nuevas fuentes de riqueza que sean capaces de sustituir todo lo posible, aislar esa peregrina intención de quemar las menguadas finanzas en mercados externos, y poner a parir, y en partos bien múltiples, a su majestad... el surco.

Tenemos formidables tierras, gente conocedora, preparada, pero por diversas razones la mentalidad productora ha tenido sus colapsos. Sin embargo, su dolencia no es letal. Es reversible. Factible de rescatar. Cada pulgada de espacio tiene que sembrarse.

Como hechizo, como maldito hechizo, se impregnó como maligno hongo una conciencia de compensar productos ausentes, y factibles de tener a mano, con importaciones.

Alejemos esa palabra, y de hecho, obligados estamos. Duele, molesta, que aún tenedores de parcelas no tengan siembras. Se incumplan planes, año tras año.

Molesta que algunos aprovechen ciertas urgencias sociales para desviar hacia el siempre atrayente mercado ilegal (o negro) artículos de primera necesidad, pues a río revuelto (carretillas llenas, ¿curiosamente?)... quieren sacar jugosas lascas monetarias.

Quizás esos, cuyos nombres se los dejo a su fértil capacidad de nombrar cosas, no saben que el Estado les asegura, si bien con modestia, un nivel de alimentos a precios casi risibles, no le pregunta cuando acude a un hospital, o matricula en un aula de cualquier nivel de enseñanza, si es de esos despiadados que, sin rubor, vende carne de cerdo a precios del gran capital.

No podemos virar la cara (¿a propósito o por complicidad encubierta?) hacia el otro lado si quienes no aportan nada, cuales lumpens y hordas, han hecho del acaparamiento una técnica de vida, parasitaria, que enturbian más el entorno interno, y sueltan cuesta abajo los increíbles esfuerzos realizados en materia de igualdad ciudadana.

La agricultura, entonces, tiene en sus manos no pocos recursos, si bien NO todos. Tiene, reitero, en sus manos, la posibilidad de darle el espaldarazo que se requiere para ahuyentar las soledades ocasionales de nuestros mercados, de nuestras placitas.

Hay que virarse pá la tierra, dicho en buen criollo. La estrategia es única: sembrar, aprovechar cada palmo de suelo para ese objetivo. Ejemplos positivos aparecen, como otros que siguen como pasmados, sin dar el salto necesario.

La campana por la producción agrícola tocó alto y claro. Es una respuesta, el paliativo que debemos convertir en viral, como dirían en lenguaje de las redes sociales. Porque no hay magias, ni cuentos de hadas. La varita que funciona es una: hacer, y preguntarnos, de paso, ipso facto, si hacemos.

Otros fenómenos subyacen. No es menester enfocarlos ahora. Están, se conocen, y reclaman solución. Tampoco es minimizar, dejarlo como un inventario ocioso. Pero algo cae por su propio peso: con producción todos ganan.

Lo otro, como buen guajiro, es puro cuento de camino, y la agricultura... lo sabe bien, muy bien.