CAMAGÜEY.- Cuando escuché el ofrecimiento de una recompensa para identificar a los asesinos de un conocido antropólogo recientemente ultimado, me percaté con mayor convicción de lo huérfana que esta la justicia en Colombia.

Realmente me pareció estarme traspolando a la época del pasado oeste norteamericano cuando en postes y paredes aparecían los cárteles de “se busca” y debajo la cifra ofrecida por su captura como recompensa, a pesar de haber transcurrido casi dos siglos de aquel escenario.

Y desde luego, no es casual que se recurra a este método de establecer la identidad del o de los asesinos de alguien cuando en ese país reina la más absoluta impunidad a la hora de establecer los responsables de hechos de esa naturaleza, sobre todo cuando se trata de líderes sociales, y detenerlos y juzgarlos para que paguen por sus actos criminales.

Resulta que este período, después que en el 2016 fueron firmados en La Habana los acuerdos de paz entre el Gobierno colombiano y las FARC-EP, el cual debió caracterizarse por la implementación de dichos acuerdos, lo que ha hecho es recrudecer la violencia y levantar mayores obstáculos para que el pueblo alcance la paz que tanto ansía.

Como consecuencia de dicha violencia, son alrededor de 600 los líderes comunitarios asesinados en los últimos años, señalándose el 2018 como el más cruento de todos con unas 155 víctimas, mientras en ese tiempo fueron también mayores las dilaciones para cumplir con lo refrendado, sobre todo en lo que concierne a la Jurisdicción Especial de Paz (JEP) encargada de aclarar los hechos de sangre más notorios durante el conflicto entre el Gobierno y las FARC-EP.

Es significativa  la persecución desatada contra los exguerrilleros que confiaron en la veracidad de las negociaciones y entregaron sus armas como prueba de su voluntad de dar por terminado el conflicto y reinsertarse en la vida civil,  sin embargo, 128 de esos combatientes han sido asesinados hasta estos momentos.

Con extraordinario cinismo el presidente Iván Duque ha declarado que los acuerdos fueron firmados por el Gobierno y no por el Estado colombiano por lo cual no se siente obligado con ellos, al punto de presentar al Congreso ocho enmiendas que los modifican sustancialmente, sobre todo en cuanto al establecimiento de las reservas para la capacitación y reincorporación de los guerrilleros y que no fueron aprobadas por la Cámara de Representantes pero las cuales deberán pasar ahora el Senado donde se cabildea para ser sancionadas.

Por otra parte, Duque ha optado por desentenderse de las negociaciones que iniciara Juan Manuel Santos con el Ejército de Liberación Nacional (ELN), el otro grupo guerrillero que aún se mantiene sobre las armas y  ha declarado en más de una ocasión su voluntad de continuar las conversaciones que propicien arribar a acuerdos de paz.

La falta de voluntad de continuar avanzando en la implementación de los acuerdos es notoria si tenemos en cuenta que hasta ahora solo el 23 % de lo pactado se ha cumplido con un bajo por ciento de materialización y el 31 de ellos no ha comenzado ni siquiera a ponerse en marcha, todo lo cual evidencia que son muchos lo intereses que se mueven para retardar o impedir su total implementación a contrapelo del llamado hecho en ese sentido por el representante de la Misión de Verificación de las Naciones Unidas.

Hablando de intereses adversos a los acuerdos no sería ocioso apuntar que según algunos diputados que rechazaron las enmiendas presentadas por Duque al Congreso fueron presionados por el embajador de los Estados Unidos en el país, Kevin Withtaker, para que modificaran su posición.

Es pues impredecible el futuro de los acuerdos de paz entre Gobierno y las FARC-EP mientras el uribismo, uno de sus más enconados enemigos, siga mandando en Colombia a través del reaccionario Iván Duque.