CAMAGÜEY.- Según un informe de la Organización Mundial de la Salud (OMS) del 2018, alrededor de 275 millones de personas en todo el mundo entre los 15 y los 64 años probaron drogas en al menos una ocasión en el 2016.

Los datos alarman en materia de salud y por los efectos sociales que puede tener el consumo de estupefacientes.

Analicemos el ejemplo de la marihuana (o cannabis): según ese reporte, 13,8 millones de jóvenes de 15 y 16 años la consumieron aquel período. Para entonces disminuyó la cantidad que se incautó en Estados Unidos, pues aumentó la disponibilidad de cannabis medicinal en muchas jurisdicciones y aprobaron su legalización con fines recreativos en nueve de sus estados.

Colorado fue uno de los primeros en autorizar su uso con fines no médicos. Desde esa legitimación se produjo un aumento considerable de las visitas a los servicios de urgencia, los ingresos hospitalarios y las muertes por accidentes de tráfico relacionados con la droga.

En Uruguay, las personas tienen derecho a adquirir hasta 480 gramos al año en 16 farmacias y los clubes de cannabis, o mediante cultivo doméstico. Los chilenos pueden consumirla, pero no cosecharla. La Corte Suprema colombiana aprobó en el 2012 una ley que permite a sus habitantes la tenencia de cinco gramos de marihuana. En Argentina es legal siempre que sea en privado. Desde diciembre del 2016, el Senado mexicano aprobó su uso.

Según un reporte de EFE, la venta de marihuana medicinal en Puerto Rico “potencia la actividad económica”. En Jamaica, una enmienda legal en el 2015 autorizó el consumo y cultivo de pequeñas cantidades con fines de investigación, medicinales o religiosos.

De alguna manera, con tanto mar por medio, pareciera un tema lejano. Pero estas sirenas, con un canto nuevo, obvian la parte más importante de esta ecuación de negocios: el ser humano.

Las drogas siguen estando más extendidas entre los jóvenes. La marihuana figura entre las sustancias más comunes cuyo consumo se inicia en la adolescencia, y suele ser la antesala de otros vicios.

Los efectos directos trascienden los problemas de salud física; aparecen las relaciones sociales disfuncionales, tendencia al suicidio, enfermedades mentales, e incluso la reducción de la esperanza de vida. En los casos más graves, puede desembocar en un círculo vicioso en que el uso de sustancias se alimenta de la pérdida de estatus socioeconómico y de habilidades para forjar relaciones.

No por gusto las metas 3.5 y 3.3 de los Objetivos de Desarrollo Sostenible de la OMS apuntan a la prevención y el tratamiento de la drogodependencia y la prestación de servicios destinados a mitigar sus consecuencias adversas para la salud.

En nuestro país, aunque los mayores esfuerzos se enfocan en el trabajo preventivo, el Código Penal tipifica que el que “produzca, transporte, trafique, tenga en su poder con el propósito de traficar, o procure a otro drogas tóxicas o sustancias alucinógenas, hipnóticas, estupefacientes u otras de efectos similares, incurre en sanción de privación de libertad de tres a ocho años”. Su Artículo 217-2 señala el mismo rango para la marihuana.

Al ser el consumo de esta una costumbre ligada a la cultura, la religión y al arte en sus diferentes manifestaciones, desde hace décadas constituye centro de debates.

Cuba y otras naciones mantienen con firmeza la postura de tolerancia cero ante esa y todas las drogas, pues quitar las “trabas” y “democratizar” el acceso, parafraseando el bolero, es encontrar “en sus ‘brazos’ la muerte”.