CAMAGÜEY.- A la libertad se llega con la entrega, no una vez, sino en repetidas ocasiones, no con una vida sino con un país de vidas. A la libertad no se llega con palabras; el joven Martí lo supo, los derechos se arrebatan hasta con sangre si es necesario. El cura de figura triste y de pensamiento cubano, que imprimía periódicos y soñaba con hombres que pensaran por ellos mismos señaló la ruta: el único camino posible a la libertad son las armas.

Por eso 1868 fue el año que calentó los hornos. El fuego de los justos y de los nobles salió de las haciendas orientales, igualó a todos como soldados de la nación e incendió la manigua con una luz redentora que alcanzó ciudades, como las que todavía hoy se prefieren quemadas antes que traidoras… porque hay hornos que no se apagan nunca, su calor late como mantra para no olvidar.

¡A degüello!, y en los campos insurrectos, abogados, poetas, ricos terratenientes y negros, que solo habían sabido de ser esclavos, y muchas guapas mujeres, dejaron de lado las costumbres de abolengos por el machete que bien claro habló de independencia durante 33 años; incluso cuando la aparente calma no menguó las ansias de soberanía.

Este Ejército defendió primero nuestro derecho de ser. Más allá de patronatos, de servidumbres, de metrópolis, de gobernadores venidos de ultramar, de manzanas y gravitaciones universales, fue un ejército de protestas y de caballerías temidas, de vergüenzas.

Como lo fue el que vino después. Aquel que bajaba todos los días de la Universidad, que hizo de las “tánganas” su lenguaje de guerra, que educó a los pobres bajo el nombre del Maestro, que acusó a tiranos mirándoles el rostro, que los derribó y siguió luchando contra los molinos que vinieron después. Fue un ejército de jóvenes que descubrió que la unidad tenía que cruzar fronteras, que los humildes y olvidados juntos podían sacudir el árbol.

Un ejército sin títulos y mestizo que sabía que en la lucha se jugaba el futuro, y el presente de un país heredado en derecho de sangre de quienes lo defendieron bien. Aquellos que fueron contra todo pronóstico a atacar fortalezas, a ganarle las armas al enemigo en su propio cuartel; los que no buscaron protagonismo sino acción concreta, a los que ni el más modelo de los presidios amilanó.

Porque incluso allí, en medio de la amenaza diaria de muerte, de las separaciones, de las cuatro circulares y el comedor de los 3 000 silencios se calentaba un ejército, el que convirtió el día que perdió en eterno homenaje victorioso a los caídos.

Solo ellos podían reagruparse fuera de Cuba (donde un extraordinario Frank no daba tregua a los esbirros) para regresar a cumplir la palabra empeñada (héroes o mártires) porque eran rebeldes forjados a prueba de fe y sacrificios.

A la Sierra subieron, a fundar y a sumar. Bien lo sabe Guillermo, el guajiro Comandante, los barbudos hicieron escuelas y hospitales en medio del lomerío, ninguno irrespetó las pertenencias del campesino, y la guerra ganó así el matiz de la irredenta cubanía del hombre de campo que, sin saber leer y escribir, puso su corazón en manos de los que no han defraudado.

En 1959 ganaron los que creyeron que era posible la locura de vencer a soldados de formación con siete fusiles. Vino lo más difícil, comprender que las armas eran ahora también un camino para mantener la libertad ganada a sangre y lágrimas de madres, pero a tiempos diferentes, un ejército diferente.

La batalla es desde entonces convertir la utopía en posibilidad real con un poderoso enemigo, que se lame sus heridas diarias, siguiendo todos nuestros pasos.

Por eso el ejército anda por las calles, en la joven que estudia telecomunicaciones, el obrero de una fábrica, el equipo científico que produce una vacuna, el deportista con la medalla al cuello, la actriz que roba aplausos, en quienes convierten los domingos en días de defensa, en los de blanquísimo uniforme, en los que custodian el cielo, en los que honran el verde olivo de las montañas en nuevos Moncadas y Baraguás.

Porque el pueblo-Ejército victorioso que cumplió 57 años lleva 60 ganando batallas diarias, y tiene su esencia en la custodia de los hornos encendidos hace 150 octubres, porque sabe que a la libertad no se llega con palabras sino con la entrega repetida, incluso con la vida.