Ellas (o ellos) están del otro lado, ese mostrador que más que simple barrera entre el producto y el cliente, lamentablemente se ha convertido hace algún tiempo en un instrumento casi de poder de quienes devengan un salario por ofrecer una atención que en los últimos tiempos ha perdido el siguiente sintagma en función adjetiva: “de calidad”.

Ocurre en cafeterías, tiendas, o en cualquier comercio donde muchos cuya función es servir, creen que le hacen un favor al usuario cuando lo atienden con rapidez, le gestionan la prestación solicitada o, incluso, al responderle una pregunta sobre un artículo o se lo expenden al faltar todavía media hora para el horario de cierre establecido.

Cuando uno se aproxima a sus espacios de actuación y se le coloca al frente, he visto a no pocos poner caras largas y mirar al cliente como si fuera un intruso, hasta levantar una ceja, entrecerrar los ojos y observarlo de reojo.

En el “menos agresivo de los casos”, el/la dependiente apela a su verborrea y da excusas como “la caja se trabó y espero al técnico”, “debo cuadrar ya”, o como la que recibí hace días en el exterior de una Tienda de Recaudación de Divisas (TRD), donde alguien se asomó a la puerta y en un tono un poco descompuesto dijo que había que esperar al informático.

Fin de la explicación, la dependienta cerró la puerta y no se supo nada más.

Si el usuario llega cuando sostienen una entretenida conversación con un colega o algún conocido –ya sea sobre la novela, situaciones personales u otro tema– miran al cliente como si interrumpiera ese momento lúdico.

Tal parece que les resulta una odisea atender a todo aquel que llega en demanda de sus atenciones, como si pensaran que las personas acuden allí para molestar, y no para satisfacer una necesidad.

¿No han sentido muchos que en las TRD y las refinadas boutiques este problema adquiere mayor dimensión?

Es como si los dependientes se sintieran en un escaño superior que el que va a solicitarles algún servicio, me comentó alguien alguna vez, y no deja de tener razón.

Felizmente no son todos, porque magníficos ejemplos de buena atención y consagración al trabajo los hay, personas que esbozan sin forzar una sonrisa ante el usuario que llega, individuos cuyos labios están prestos a dar un saludo y expresar: ¿Puedo ayudarle en algo?

Ante tan encantador panorama, hasta esta periodista ha dicho en más de una ocasión: ¡Qué cariñoso (a) /agradable es el/la dependiente!, sin pensar que esa persona ocupa ese puesto para satisfacer un buen servicio y tratar de complacer al cliente.

Sí, ese cliente que en tantas reuniones y murales en centros laborales, incluso en pancartas a un lado del mostrador, se dice que tiene la razón.

Ni hablar de la carta abierta que muchos dan a los revendedores para que compren cantidades enormes de un producto, a la vista de quien mira con impotencia al primero en la cola adquiriendo cajas de ese material que tanto escaseaba, y que sabe que tendrá que comprárselo a ese mismo, al doble y triple de su precio original.

Pero bueno, ese es un tema sobre el cual sería útil dar otros puntos de vista.

No se trata de poner en tela de juicio a quienes son el rostro de un sitio comercial, es que no se puede ser ajeno a un problema que desde hace rato está latente en la sociedad cubana y que atenta contra los servicios de calidad que merece el pueblo, ese pueblo que actualiza su modelo económico, pero que debe también actualizar y cambiar mentalidades.

Es comprensible que un mal día lo tiene cualquiera, pero no puede ser que día tras día el usuario sea maltratado por alguien que está ahí para brindar sus prestaciones, y que recibe un salario por ello, amén de las naturales aspiraciones de cualquier trabajador de elevar su paga.

En una cuestión tan subjetiva como el carácter del individuo y el trato entre personas, ciertamente media la subjetividad, pero creo que deben existir mecanismos más efectivos de protección al consumidor.

Administrar o dirigir un espacio comercial no representa solamente llevar el control de cuánto entra y sale, implica otras responsabilidades.

El buen trato al cliente no puede ser una mera opción, tampoco puede dejarse a la “buena voluntad” o el temperamento del o de la dependiente, es un deber de ese trabajador y un derecho que el usuario debe exigir, sin importarle esas caras que quizás se alarguen más tras el bendito mostrador.