ESMERALDA, CAMAGÜEY.- Ella ni siquiera pudo decirnos su nombre. Como si tuviera todo el impulso destinado al trabajo, la pausa para saludarnos le arrancó las lágrimas, que evidentemente no eran las primeras.

A pesar de la ausencia de diálogo, aquella es la imagen de un huracán que más ha calado en mí: fue suya la primera morada que vi hecha ruinas en ese pueblo, suya la primera imagen de gente animada a reconstruir desde el silencio y la angustia, suyo el primer abrazo que regalé allí, y el más fuerte.

“¿Así vinieron a conocer  Palma City? ¡Qué momento tan duro! —dice desde el portal de al frente, Caridad Rodríguez— La tiene difícil el Estado ahora. Ayuda a todos y esta vez son demasiados los daños”. Tiene 72 años y no recuerda nada parecido a este ciclón.

Una vecina más joven, Ana Iris Ramos, coincide: “Irma es malísima. Cuando regresamos del centro de evacuación hallamos la casa virada. Me atacó el ‘friíto’ en el estómago, pero miré a los lados y supe que no tenía derecho a llorar. Con ayuda de la gente de la cooperativa, mi esposo la enderezó; nuestro ranchito de atrás lo acomodamos para el hombre de la vivienda que se desarmó aquí al lado. Lo que no cabe ahí, ya se lo guardamos”.

Andando un poco más encontramos a Ana Celia, que estrenaba domicilio cuando se anunció la proximidad “del bicho” que le acabó con casi todo. También conocimos a Arianna, una adolescente agradecida con las autoridades, que les dieron techo seguro para guarecerse durante el temporal y luego, cuando estuvieron en la comunidad, les llevaron alimentos cocinados y ligeros.

Yamila Perdomo perdió las divisiones de cartón de su domicilio, y en el frente algunas tejas. “No es mucho”, afirma, apuntando a otros más perjudicados. La niña, Beatriz, sí tiene una gran preocupación que la ha hecho lamentarse cantidad: sus libros de la escuela se mojaron. Recién empezó el octavo grado y al dolor de los textos une el de saber deteriorada su antigua Primaria.

“Qué pena, apenas tenemos nada que brindarles”, escuchamos más de una vez a nuestro paso en ese camino en que de tantas casas solo se ve el techo, y a veces, una pared; lo demás quedó aplastado debajo, o voló demasiado lejos.

Este sitio tiene intacta su mayor fortuna, me digo cuando nos despedimos, por consuelo y sobre todo, por certeza. Y sé que sí me llevo algo conmigo, que sin pretenderlo me compartieron para siempre: el recuerdo de gente admirable por su camaradería, su fe, sus ganas, su temple; la certidumbre de que basta con ellos para dejar atrás los estragos de Irma y el intenso deseo de volver luego y encontrarlos habitando el Palma City que las vida les debe, el que merecen.