El calendario puede marcar 500, 501... para mí, Camagüey tiene lo que mis 27 recién cumplidos.

Es el recuerdo remoto de llevar las manos cargadas de migas de pan para alimentar a los venaditos del Casino o el asombro pícaro de descubrir con cinco años los piojos disecados en el Museo Provincial. Es el gélido dulzor del rizado de chocolate de Coppelia o el rechinar fresco del queso blanco de los guajiros; el tableteo de los adoquines cuando bajas en bicicleta por San Fernando; lo gracioso que le sueno a los amigos de La Habana cuando digo “¿pa’ dónde vái’?”, “abur”, o cuando me empeño en acentuar las erres hasta la última consecuencia de sus actos.

Es los besos panorámicos escalados a las torres de las iglesias; la maña de cortar camino por el Callejón del Cuerno porque Cisneros se abre mucho y te hace andar más; el salir los sábados “pa’l centro del pueblo” a sabiendas de que en algún tramo de República o Maceo vas a tropezar con un amigo hace tiempo no visto; el vicio de ir siempre a bailar al mismo sitio estrecho de la Casa de la Trova.

Es ese andar de nariz medio respingada, casi congénito; el feminismo sereno y cívico heredado de grandes como Ana y Tula; la terquedad de discutir toda opinión con verbo suelto; el frescor de la casa de abuela en La Vigía, con su puntal tan alto y el pozo del patio interior que toda la familia aún llama aljibe; la eterna nostalgia por el mar tan lejos; el amor por los silencios, la quietud, los ritmos de vida más reposados.

Ese embrollo físico-incorpóreo de recuerdos, sitios, actitudes, sabores, sonoridades… es la ciudad que yo celebro cada febrero. Como si fuera apenas su primer año, o los quince. Como si le llegara el cumple más importante. Como se festeja lo que es nuevo, sorprendente, vivo cada día.

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