"No soy compositor, pero tenga la seguridad de que no me engañó", le diría Udaeta al Figueredo tras llamarlo a contar por el desacato decibélico. Pero el abogado, satisfecho de haberse salido con la suya, fingiría una inocencia galileiana y seguiría moviendo sin embargo sus neuronas, en busca de los verbos precisos con que acompañar esta Marsellesa cubana a la hora de los mameyes.

Esa hora dichosa lo sorprendió montado a caballo, un 20 de octubre de urgente triunfo mambí. Los bayameses, primeros cubanos en ganarse a golpe de machete el derecho de gobernarse a sí mismos, le rodearon cual frenético club de fans con un reclamo impostergable: "¡la letra, la letra!". Y el autor tuvo que improvisar con las riendas en una mano y el corazón en la otra, porque a fin de cuentas, si la ciudad era libre, qué necesidad había de callarse.

Así habló por vez primera La Bayamesa, y le dijo a los cubanos cosas tremendas como que vivir en cadenas es deshonroso si se tiene las fuerzas para luchar y si suena un clarín, al menos uno. Espantó con su canto el miedo a una muerte que no lo es, porque el orgullo de la tierra madre que recoge tus huesos te hace imperecedero. Espoleó la conciencia de una nación donde el machete se hizo para darle uso.

Cuba y sus hijos sanguíneos no podrían haber cantado otra cosa. A un pueblo cuyo oficio más constante es "la lucha" no le pegaba otro himno que no fuese guerrero, hechao' pa lante, guapo y noble a una vez. Un himno como el cubano, que se manda y se zumba.

Parida al galope, esta rienda sonora ha sido siempre para azuzar, para lanzarse; como nosotros, sabe poco de frenos y de desentendimientos para con esa madre a quien llamamos Patria.

{flike} {plusone} {ttweet}