Hacia la tercera década del siglo XVIII, vivía en Puerto Príncipe un hombre ejemplar: Don Manuel Agüero y Ortega, que había desempeñado ya, por entonces, los cargos de Alcalde Ordinario, Capitán de Milicias y Sargento Mayor de la Plaza. Residía en una casona solariega, ubicada en la calle Mayor, muy próxima a la Plaza de la Merced, junto a su esposa Doña Catalina Bringas y de Varona, miembro también de una antigua familia del Camagüey, con la que había contraído matrimonio en la Parroquial Mayor el 8 de junio de 1723. Si de Don Manuel se decía que era “muy limosnero y socorría a toda clase de pobres”, de ella podía afirmarse otro tanto.

Fruto de esa unión les había nacido numerosa prole. Su primogénito, José Manuel Agüero Bringas, en el que habían puesto toda su alegría, había visto la luz en 1737. Sin embargo, como en las antiguas tragedias, aquella próspera dinastía estaba amenazada por el desastre. Doña Catalina falleció en 1746. Poco tiempo después, cuando sus hijos aún no habían llegado a la adultez, Don Manuel decidió ingresar en la carrera eclesiástica, aunque continuara residiendo en su hogar y encargado de la educación de los niños.

Debe haber recibido las Sagrados Ordenes alrededor de 1749, pues cuando el Obispo Morell de Santa Cruz visitó Puerto Príncipe en 1756, lo incluyó en la relación de sacerdotes de esta parte del país con la nota “su edad 42 años y 7 de sacerdote”. Poco después de esta visita pastoral sobrevendrían los hechos que la leyenda ha perpetuado.

Afirma la leyenda que el joven José Manuel creció junto al hijo de una viuda a quien su padre favorecía. De éste, al que la tradición da el apellido Moya, nada ha podido averiguarse. José Manuel y su hermano adoptivo estudiaban juntos en la Habana, cuando vino una mujer a deshacer su confraternidad. El amor de ambos por ella, trajo enseguida celos mutuos y Moya, menos favorecido por el apellido y la fortuna, y perdedor en aquel lance sentimental, se llenó de resentimiento hacia el rico heredero, al que todo parecía privilegiar y en un suceso que no ha sido aclarado – para unos un duelo, para otros una celada nocturna – dio muerte a José Manuel.

Según la tradición conservada en el seno de la familia Agüero, el joven no murió de inmediato, y en su agonía vino a tomarle declaración un juez, quien insistía en saber el nombre del criminal, pero el moribundo repetía una y otra vez: “El que me ha herido está perdonado, completamente perdonado por mí, para que Dios a su vez también me perdone y tenga misericordia de mí”. En esta actitud persistió hasta expirar.

El asesino sintióse enseguida presa de grandes remordimientos y huyó a Puerto Príncipe, donde contó a su madre lo sucedido. Decidió ella ir de inmediato, en medio de la noche, a ver al sacerdote y benefactor, quien aún residía en la casona de la calle Mayor y llena de horror, le contó lo sucedido, mientras el hijo esperaba en el zaguán. Nadie sabe lo que pasó por la mente del tonsurado cuando supo aquellos hechos, pero de inmediato entregó a la viuda una talega de dinero y un caballo con la orden de que Moya debía desaparecer de inmediato donde jamás fuera encontrado por sus otros hijos. Dicho y hecho, el joven se marchó a México y nunca se volvió a saber de él. Según la tradición familiar, no abandonó el presbítero a la madre del ingrato Moya, sino que le duplicó la pensión que mensualmente acostumbraba a entregarle, porque, como argumentaba: “porque desde hoy eres para mí mas digna y más acreedora a toda mi consideración y protección”.

Hizo la pena que Don Manuel quisiera alejarse aún más del mundo y entró poco después como fraile en el vecino convento de La Merced, con el nombre de Manuel de la Virgen, por lo que a sus descendientes se les dio el mote popular de “Nietos de la Virgen”.

El nuevo fraile mercedario destinó a su Orden la parte de la herencia del hijo asesinado. Según la tradición llevó de su casa al convento en grandes talegos repletos de pesos de plata mexicana que fueron destinados en casi su totalidad al embellecimiento de aquella sagrada Casa.

Era tradición en Puerto Príncipe, al modo de Andalucía, sacar procesiones de Semana Santa. El Viernes Santo, un cortejo llevaba desde La Merced hasta la Parroquial Mayor la imagen de Cristo muerto – según unos simplemente sobre la cruz, para otros, como sucedía en otras partes, en un rústico arcón o ataúd de madera descubierto – acompañado por la Virgen Dolorosa, luego, el Domingo de Resurrección, salía de la Parroquial otro cortejo con el Cristo resucitado, que iba a encontrarse en la Plaza de Armas con la Virgen de la Alegría. Fray Manuel iba a contribuir a dar esplendor a estas celebraciones.

Un orfebre mexicano Don Juan Benítez fue el encargado de realizar en el convento, a partir de este patrimonio, un conjunto de obras de arte. La más notable de ellas fue el Santo Sepulcro: una gran arca de plata, ricamente cincelada, destinada a guardar en su interior la imagen de un Cristo yacente y que es desde entonces uno de los exponentes de orfebrería de mayor tamaño y elaboración de la Isla. La pieza tiene en su exterior una inscripción que dice:

SIENDO COMENDADOR EL R. R. PREdo. F. JUAN IGNACIO COLON A DEVOCION DEL P.F. MANUEL DE LA VIRGEN Y AGÜERO. SU ARTIFICE Dn JUAN BENITES ALFONZO. AÑO 1762.

Además, debió el artista forjar unas andas del mismo metal para la Virgen de los Dolores, así como el altar mayor del templo, con su manifestador y sagrario y varias lámparas monumentales cuyas cadenas también eran de plata. Se afirma que las piezas fueron fundidas en el patio del convento, convertido en gigantesco crisol y taller. Dicen algunos ancianos camagüeyanos, aún a inicios del siglo XX, después de los días de lluvia, se veían aflorar de la tierra esquirlas de plata que eran elocuentes testigos de aquellas obras. Don Manuel Agüero falleció en aquel Convento varias décadas después, el 22 de mayo de 1794. Además de los bienes citados, legó una casa en la vecina calle de San Ramón esquina a Astillero donde se guardaba el Sepulcro una parte del año.

Se dice que al principio eran esclavos quienes lo cargaban en las procesiones. Luego se organizó una cofradía de negros libertos con este fin, la pertenencia a ella se trasmitía de padres a hijos. Su distintivo era la almohadilla que se ponían en el hombro para apoyar la pieza y que al morir, era colocada ritualmente bajo la cabeza del difunto, para acompañarlo en su último viaje.

El Sepulcro había sido dotado de unas campanillas de plata, para que al ser llevado con un característico paso, lento y ondulante, acompañado por una banda de música con una marcha compuesta al efecto produjera un delicado sonido. Para la mente popular, estas campanillas, tenían un poder especial y podían hasta sanar enfermedades si tocaban al paciente, por lo que muchos se adueñaban de aquellas que a veces se desprendían de la pieza durante la ceremonia e inclusive hubo quien procuró arrancarlas para guardarlas como reliquias, por lo que en fechas diversas, varias familias camagüeyanas hubieron de donar plata para forjar otras nuevas.

En 1906 un voraz incendio se desató durante la noche en la Iglesia de la Merced, el altar mayor y las lámparas fueron dañados irreparablemente. Mas el Sepulcro y las andas de la Virgen se habían salvado. Cuando el templo fue redecorado, se construyó un retablo, cerca del presbiterio, costeado por la familia Rodríguez Fernández para acoger al Santo Sepulcro que desde entonces se custodia en esta misma iglesia.

* (Versión abreviada -por el autor- para el blog Gaspar, El Lugareño, del texto incluido en su libro Leyendas y tradiciones del Camagüey, Editorial Ácana, 2003.)