CAMAGÜEY.-Atiendan a lo que me contó Magín Fonseca, un montero duro del entorno de la Sierra de Cubitas.

Una noche Evaristo regresaba a caballo desde la vuelta de La Ermita Vieja para San Miguel de La Entrada, donde vivía, y a medio camino encontró a Tino, joven vecino del mismo batey. “Adelánteme un poco que estoy muy cansado”, y se montó a las ancas del animal y así fueron un rato conversando.

A la media marcha y poco antes de llegar al cementerio de Tuabaquey, que está a la orilla del camino, el joven se bajó de la bestia: “Déjame aquí que yo sigo luego. Dile a mi gente que estoy bien”. Evaristo insistió para que no se quedara solo y siguiera con él, pero se negó. Cuando llegó por fin a La Entrada fue directo a la casa del vecino para dar el recado y le dijeron que no era posible porque Tino se había ahorcado un día antes en Camagüey.

“Siempre he considerado este relato porque Evaristo Fonseca era mi abuelo y lo que dicen los viejos de antes hay que respetarlo. Desde que supe esa historia evito pasar de noche por el cementerio de La Caridad”, me insistió.

Conozco numerosas leyendas cubiteras. Unas ingenuas y pensadas por la fantasía de aquellos montes oscuros y otras surgidas en solitarias noches de reunión familiar en aislados bohíos. Algunas tienen que ver con el cementerio de La Caridad de Cubitas. El camposanto ya no existe, como tampoco existe ni el polvo de San Miguel de La Entrada, entre cuyos fantasmas aún afloran tumbas y epitafios de muerte y olvido. Cruces herrumbrosas y bóvedas batidas por el siempre tenaz simún criollo soplando sobre los restos de aquel espacio silencioso, y aunque nadie sabe desde cuándo está a la sombra del Tuabaquey, hay lozas con fecha de mediados del siglo XIX.

Por esa época a lo largo del flanco sur de Cubitas se esparcía un puñado de caseríos que no alojaba a más de 300 habitantes, incluyendo a blancos, negros libres y esclavos, según las crónicas.

El más antiguo de todos es Concepción de Ermita Vieja, situado aproximadamente donde hoy está la comunidad de Lesca. El más importante, San Miguel de La Entrada, ubicado en el cruce del camino cubitero con el que desde Puerto Príncipe enrumbaba por el desfiladero de La Vigueta con destino al puerto de La Guanaja.

En La Entrada se levantaban la iglesia, dos tiendas, una cantina y tres casas de madera. Las restantes eran de yaguas y embarrado. Reunía a 59 habitantes en 1858, pero desde antes estaba el único cementerio de la región.

Cuenta un relato mítico de tumbas a lo largo del camino de cuando no había cementerio, de familias perdidas en los trillos escabrosos del Tuabaquey durante la guerra o en el fondo de las cuevas. Por eso salen luces de la tierra y trotan caballos y se desgajan troncos por los oscureceres cuando no se escuchan voces susurrando desde las bocas de la sierra.

Según una historia fabulada, Juan Laborde fue el único cubitero mambí y fundador no enterrado en La Caridad. Lo mataron durante La Chambelona y dejaron su tumba en alguna parte de los montes de la finca Cuba Libre está, yo la he visto.

Dice una historia cierta que Regino Avilés Marín fue sepultado con honores militares y descargas de fusilería. Este Comandante del Ejército Libertador y oficial de caballería del regimiento Caonao peleó en las dos guerras bajo las órdenes de Ignacio Agramonte y Antonio Maceo. Avecindado por años en El Cercado, murió en enero de 1941. Dos mil jinetes con sus atuendos mambises siguieron el cortejo fúnebre.

Esas páginas se van borrando. La premura del tiempo lo dispersa todo y como cuando se pierde el interés se pierde la memoria, el olvidado cementerio de La Caridad, tal vez la última puerta visible de un pasado que nos pertenece, necesita protección, no solo para la honra de las generaciones de cubiteros sepultados en esas coordenadas, sino para revivir, si es posible, la gloria combativa de heroicos mambises, soldados desconocidos de todos los tiempos.

He descubierto entre las tumbas de La Caridad una certeza con los ojos cerrados. Sé que el mundo de ellos continúa allí.