CAMAGÜEY.- Onelio fue concejal en San José de Punta de Pinto, apartada zona rural perteneciente al barrio Joaquín de Agüero, sobre los limites de las municipalidades de Camagüey y Florida.

Los concejales de barrio eran entonces funcionarios menores de las alcaldías municipales y representaban a un determinado número de electores, por lo que sus vínculos con la población les convertía en representantes más del partido al que pertenecían que al gobierno al que se debían y en el caso de las áreas rurales eran verdaderos caciques en el ámbito campesino.

Su influencia incursionaba en todos los aspectos de la vida social y en no pocos casos fueron árbitros, padrinos, compadres, prestamistas, médicos, consejeros y hasta espiritistas.

Onelio siempre militó en el Partido Auténtico y fue lo que se dice un líder político de clase. Un bicho, según el argot cubano de todas las épocas. Para él, seguidor incondicional de Ramón Grau San Martín, la práctica de que “la cubanidad es amor” la seguía al pie de la letra.

Onelio, de oficio barbero en sus orígenes era, además, propietario de una tienda, una carnicería y un destartalado jeep rezago de la II Guerra Mundial. Los comercios le servían para garantizar electores a través de créditos familiares, cuyas cuentas, que iba anotando meticulosamente en una libreta, llegadas las elecciones no vacilaba en repasar en presencia de los deudores para recordarles compromisos de pago y de favores, como por ejemplo un turno médico, un pomo de medicina, un papel para un corte de madera.

“Conmigo no tienes problemas. Pagas cuando puedas. Nosotros nos entendemos”, decía, pero eso significaba que de los resultados de las elecciones dependía de que aquella familia, amarrada al mostrador de Onelio, pudiera seguir comiendo.

El vehículo tenía también sus funciones en el servicio público, pues en él transportaba pasajes, trasladaba enfermos y sirvió en más de una oportunidad como ambulancia rural para partos y accidentes imprevistos ante los cuales, debemos reconocer, nunca negó un favor, especialmente si eran sus adeptos.

En la zona había dos puentes sobre el río Caonao, uno en buenas condiciones que muchas veces lo reportó como ejemplo de su obra constructiva para la comunidad; el otro, que estaba en ruinas, le servía para sus campañas en busca de presupuesto. Con el dinero que se le sacó a ese puente bien pudieron hacerse otros diez.

Agua, caminos y escuelas formaban parte de sus históricas jornadas colimadas con las elecciones. El camino logró mantenerlo en buen estado a costa del dinero que pagaban los vecinos por el derecho de transitar a través del polvoriento terraplén, donde ordenó atravesar una cadena para cobrar el peaje.

Preámbulo de las elecciones eran las campañas de rigor. Visitas de políticos de diferentes estratos y hasta del propio alcalde. Pasquines, charangas y voladores que transportaba hasta el batey de Punta de Pinto daban un ambiente de jolgorio con cadenetas de papel y pencas de palma en el entorno y desde la improvisada tribuna fustigó el parasitismo y como siempre las promesas de mejor futuro para los vecinos de la zona, la indolencia pública, la maldad de los enemigos de la patria irredenta, los defraudadores de la fe ciudadana, el desamparo social y la pobreza, todo lo cual iba a ser eliminado con aquella partida de políticos honrados que debían ser elegidos para felicidad de todos (para todos los políticos electos, naturalmente).

En una ocasión, día de elecciones, Onelio se olió que otro aspirante a alcalde de barrio de mediana talla le preparaba un “pucherazo”. Sin inmutarse, se echó un revólver a la cintura y mandó a decir a la ceñuda pareja de guardias rurales que fusil al hombro custodiaban el colegio de San José de Pinto, que justo a las seis de la tarde, hora del conteo de votos, fueran a la tienda del otro batey, cosa de media legua, donde tendrían comida y bebida gratis.

Apenas comenzado el conteo de votos, libre de la custodia militar, Onelio penetró en el recinto y colocando el revólver sobre la mesa dijo a los presentes que a partir de allí el arma sería testigo de que no se iban a cometer fraudes.

Por supuesto que ganó por amplio margen, y aunque hubo sus protestas, en definitiva estas no prosperaron, pues los soldados confesaron al sargento del puesto de la Guardia Rural que nunca se habían movido un centímetro de la puerta del colegio, por lo que aquellas personas tenían la intención de promover disturbios y merecían por lo menos una buena tunda de plan de machete. Liquidado el incidente.