CAMAGÜEY.- Cuando veo a mi abuela coser percibo una gran metáfora dentro de un pequeño detalle de vida. Con suavidad, ella toma el hilo y lo introduce decidida por el ojo de la aguja. Luego, la mano danza en círculos sobre la tela: cura profundas heridas en la ropa, repara bolsillos como si del alma se tratara y pone todo su amor en restituir los botones. En esa labor tan cotidiana reconozco el espíritu inigualable de una mujer, de todo un género.

En cierta ocasión escuché que, en su hogar, una fémina derrocha tanta energía como un atleta de alto rendimiento. Me pareció una exageración. Fregar, limpiar, cocinar, sacudir, lavar, planchar, trabajar… ¡Bah, facilito!

El gato me comió la lengua en abril del 2015, fecha en que mi madre impartió clases, durante 45 días, en Venezuela. ¡Mi madre!, nos dijimos los hombres de la casa. La ausencia del sexo “débil” hizo que el arroz nos tildara de gente sin sal y el acostumbrado congrí dominical se olvidó de nosotros.

Cuando la mesa del comedor volvió a ser para tres, me sentí distinto. Entendí que el ingrediente para ser un macho no radica en separar el azul del rosado. Entendí que para ser fuerte no preciso subestimarlas. Entendí que entenderlas es el piropo más atinado.

En sus trajines de la costura mi abuela apenas levanta la cabeza. Tiene un no sé qué para evadir la realidad y enamorarme de su deseo por tejer un mundo para su familia. Ella es de las que se pincha el dedo y guarda el dolor en una gaveta. Aunque tiña la tela, continúa el bordado.

Como Penélope no claudican. Me sobran las féminas que no temen escribir su odisea, ya sea desde andamios, guataqueando en el campo, dando gloria al deporte... Algunas hasta se tornan titanes: criar dos vejigos, sin ayuda paterna, es una hazaña impresionante; cuidar sola de sus padres enfermos, merece aplausos; tomar decisiones por su cuenta, la admiración.

Tras la miopía de “mamá”, como la llamo, se oculta siempre la sabiduría. Eso hace a su mirada infinita. Ella la pone sobre los retazos, las tijeras, los alfileres. Más tarde la posa a lo lejos. Esa vieja testaruda piensa que no veo cómo los recuerdos del amor salen de su pupila.

Joaquín Sabina, en la canción Hay mujeres, las clasifica al gusto: “hay mujeres de fuego, mujeres puñal, hay mujeres de hielo, hay mujeres veneno… mujeres fatal”. Yo, sin perder el respeto al maestro, soy más simple. Me lleno con una. Ambos somos como un par de locos cuando chocamos. A veces nos da vértigo porque creemos que el espacio para querernos, la Tierra, es muy pequeño. Hay faldas por las que vale la pena perder la cabeza: las que completan tu otra mitad.

Carolina llegó a mi familia en calidad capicúa. Mi sobrina, a sus 461 días de nacida, es justificación para la felicidad espontánea y motivo de celebración: al llegar al mundo una mujer significa que para los hombres, todo estará bien.

Si rompe mi libro favorito, apenas la regaño; si quiere ir para allá, la caprichosa me arrastra; si persigue a las mascotas, debo correr tras ella para cuidarla. Entre la ingenuidad y la picardía descubro la gracia que las caracteriza.

“¡Qué bien está!”, dicen algunos. “¡Adiós, linda!”, la elogian sus contemporáneos. Tiene 84 años en las costillas y quiere seguir. Nunca me ha dicho, ni a mí ni a nadie, si quiere unirse al club de los 120. Esa anciana reserva bien sus planes. Controla su destino.

Al concluir su obra maestra, mi abuela guarda todas sus herramientas y se levanta del balance. Viene hacia mí. Dice que me la pruebe. La camisa me queda “pintá” ¿Qué sería de mí… de nosotros, sin sus manos?