CAMAGÜEY.- Tenía 88 años el 22 de junio pasado. Sus centímetros no hacen justicia a su grandísma estatura y su sonrisa es una marca en el rostro, un rostro donde sobresale la fuerza de sus ojos, los mismos con los que ha visto tanta muerte y tanta vida.

Ese día el Comandante de la Revolución Guillermo García Frías no vistió su impecable uniforme verde olivo, que lo acompaña desde los 28 años. Llegó con una guayabera de un tenue color azul y extendió las manos, como si adivinara que las piernas me flaqueaban, y más que saludarme me sostuvo e insufló calor a mi voz y fuerzas a mis rodillas.

Durante tres horas recibí la mejor clase de Historia de Cuba posible. Las palabras se mezclaban con la luz de su mirada y la determinación de sus dedos, golpeando la mesa, lo regresaban a cada uno de los lugares de la Sierra y Niquero, donde vivió los días definitivos de la Patria.

Su memoria guarda todos los lugares de los que sacó rebeldes de las garras de los casquitos batistianos, recuerda qué comieron y dónde, incluso la mata de mango bajo la que Fidel le dijo que se quedara en su casa, que no tenía que subir con ellos.

Para él el hambre de las montañas, y las penurias a las que eran sometidos los campesinos no era un relato de libro —como para los de mi generación— era el duro golpe familiar por el que perdió dos hermanas y vio bajar en parihuela a muchos muertos de las casas vecinas.

Celia, nuestra mejor mariposa nacional, no tuvo que explicarle mucho al joven Guillermo, semianalfabeto, lo que defendía Fidel, y a él le bastaron unas horas para estar convencido de que no podía dejarlo solo. Sobre todo en medio de la “locura” de disponerse a ganar una guerra casi sin hombres y armas.

Su existencia es la mayor prueba de su fe: creer en Fidel, esa es su verdad.

Como digno alumno suyo dice orgulloso que es un guajiro en La Habana, que está ahí cumpliendo una tarea, y que no olvida a ninguno de los que combatieron a su lado (para probarlo repite sus nombres, de los vivos y los muertos), y asegura tener un tiempo siempre disponible para ellos.

Pero la tierra se le sale en los ademanes y asegura en sus palabras que descansará, el día que muera, en El Plátano, desde donde salieron 40 jóvenes junto con él a parirnos la libertad a todos.

La transformación en su cara no miente, padece por los que cayeron y queda en silencio, comienza a hablar de la mujer cubana, de las madres que dieron su mayor bien a Cuba, por eso asegura que tiene que estar ahí, al lado de ellos. Y yo pienso que ese día esta lejos, su entereza me lo asegura.

Habla de Fidel y se ilumina. “Yo he vivido los momentos más difíciles y más tristes de Fidel después de que desembarcó en Cuba y me dispuse a ir a su lado a entregarle la vida”, y no suena a discurso vacío, él lo ha probado.

El 26 de diciembre esas palabras martillaron mi mente y mi corazón. Sesenta años después no pudo salvarlo de nuevo para todos. Imaginar su dolor me hizo querer tenderle las manos (como me hizo a mí) y sostenerlo.

Hoy Guillermo cumple 89 años. Estoy segura no celebra, y yo quisiera volver a abrazarlo para repetirle las gracias, por haber salvado a Fidel en 1957, por no dejarlo solo; por mí, que pude nacer porque él, con los 28 años que tengo, prefirió subir la Maestra a morir por un sueño; quisiera asegurarle que mientras viva Fidel no ha muerto porque lo lleva dentro. Por eso le celebro este 10 de febrero, y le agradezco.