CAMAGÜEY.- La primera aventura en la que me vì involucrado fue con una expedición a La Caridad del Cerro, esa colina casi inadvertida para nuestra ciudad que está al fondo del reparto Florat, al otro lado del río Tinima.

En realidad el Cerro no es parte del Himalaya, pero para la época a nosotros, los muchachos del barrio de La Vigía, nos lo parecía. El lometón, apenas 30 metros de altura e inmediato al río Tínima por entonces se encontraba cubierto por un frondoso bosque de árboles frutales de todos los tipos y olores. A pesar de que el paisaje nos era muy atractivo no había remedio, pues para disfrutar de esa parte del río, mangos, anoncillos y marañones había que pagar cinco centavos a la entrada de la quinta que siempre estaba bien guardada.

Finalmente una vez, con la llegada de las vacaciones, a alguno de nosotros se nos ocurrió una ideal genial; ¿Bueno, y por qué no entramos y exploramos la loma?. Así fue como decidimos la primera aventura.

Por supuesto que nos dimos a sacar cuentas. No solo por el aquello de los cinco centavos de entrada sino por lo de la compra de víveres. ¿De dónde íbamos a sacar ese dinero?. Ni pensar pedirlo a nuestros padres, todos los cuales ya vivían bastante agobiados tratando de hacer sobrevivir a la familia. La expedición, aun sin salir parecía a punto de naufragio.

En resumen, dos o tres se consiguieron una carretilla y revolvieron todos los solares yermos y basureros de los alrededores recogiendo metales, huesos y latas para vender en el rastro de hierros viejos. Otros nos dedicamos a tocar puertas pidiendo periódicos y revistas para vender en las vendutas y hubo quienes limpiaron patios y desyerbaron zanjas. En tres semanas reunimos el dinero.

Como teníamos que levantar un campamento en algún lugar, encender un fuego y luego escalar la cuesta para plantar un banderín que ya inventaríamos, comenzamos por la tienda de campaña. Ballagas, el bodeguero de la esquina nos regaló tres o cuatro sacos de harina con los que hicimos un toldo. Después uno o dos de los más dispuestos de entre nosotros fueron a hablar con el dueño de la arboleda para que nos permitiera acampar en el lugar. En realidad no estuvo muy convencido. Al cabo nos recomendó un potrero junto al río y por los dos días de estancia pagaríamos diez centavos.

Con la autorización y un poco de dinero, que guardábamos dentro de un pomo bajo, una piedra fijamos la fecha de partida y compramos los víveres. Ustedes podrán no creerlo, pero conservo en el diario ese primer menú y el listado de víveres; 10 libras de arroz, diez centavos de yuca, tres latas de salchicha, una libra de queso, tres plátanos, cincuenta centavos de pan, puré de tomate, 50 centavos de naranjas y algunas cosas mas...........Importe total $7.86

Como a la vez involucramos a toda la familia, mi madre nos prestó un caldero y un jarro, otros se aparecieron con cuanta cacharrería encontraron a mano.

La partida de la expedición debió ser un espectáculo en nuestro barrio al rumbar por el camino a la quinta, porque con tantos sacos y bolsos debimos parecer prófugos de alguna parte más que heroicos aventureros, que era como en verdad nos sentíamos.

A la entrada de la quinta nos recibió el viejo propietario con el comentario venenosos: "No se cómo hay padres que dejan a sus hijos a la buena de dios. Ojala no salgan bandoleros".

En una arboleda al borde del río armamos el campamento mientras se preparaba el almuerzo sobre cuatro piedras. Al final preferimos las naranjas al engrudo. Luego salimos a explorar, escalamos árboles y subimos y bajamos del cerro 40 veces.

No todas las expediciones son perfectas, de regreso al campamento hallamos que un rebaño de chivos que por allí pastaban se habían comido la mitad de nuestras viandas y casi todo el pan. El menú de la tarde fue mangos con salchichas.

A la caída de la tarde dos de los expedicionarios mas pequeños pidieron regresar a la casa “porque sus padres no podían dormir solos”; otros dos se ofrecieron para acompañarlos. Todos comprometidos a regresar al siguiente día.

De noche y en medio del monte la cosa cambia. El aire sopla diferente y las hojas cuchichean con los grillos en un tono mayor. Bajo el toldo los sobrevivientes nos apiñamos en torno a un farol carretero salvado de la debacle de los chivos. Acordamos hacer guardia de dos horas cada uno, por si acaso había perros jíbaros o indios, pero como nadie tenia reloj las planificamos a rumbo. Resultado, que caímos en un estado de duerme vela porque nadie pego los ojos atentos al rumor que llegaba desde todas partes.

Al amanecer el dueño de la quinta llegó para regalarnos un cubo de leche. Y para saber si seguíamos vivos. "No fuera a ser que nos hubiéramos muerto de hambre", comentó sarcástico.

Con el sol llegaron los evadidos. Por supuesto que no fueron pocas los alardes que les hicimos de nuestra noche de campaña. Luego otra vez a explorar, corretear y lanzarnos a la poza del río. Al mediodía recogimos y nos marchamos. De salida el campesino nos regaló a cada uno una sarta de marañones pero no por eso dejo de recalcar aquella idea que tenía de nosotros: "vamos a ver si aprenden algo de provecho".

Pasaron los años. Muchos años más de los que yo hubiera querido. Hace poco mi trabajo me llevó a las inmediaciones de La Caridad del Cerro. Allí está el lometón ahora desolado. No hay potreros umbrosos ni árboles, pero si áreas urbanas y redes eléctricas. El río es un vertedero. La modernidad acabó con el paisaje soñado.

A la colina que muere con el desarrollo le dediqué un pensamiento de espacios verdes como tributo a lo que alguna vez fue. Parece cosa sencilla, pero en verdad La Caridad del Cerro fue la llave que en nuestros corazones abrió las puertas que nos enseñó, muchas veces desde entonces, a hablar con la Naturaleza.