Camagüey.- Santa María del Puerto del Príncipe, la villa de los tinajones, la de estrechas calles está de cumpleaños. Llega a nuestros días empapada de historias que engrandecen el alma de quien las escuche. Historias que hacen que uno se pierda en el tiempo e imagine a sus protagonistas envueltos en el velo de misterio que los convirtió en leyendas.

Cuentan los abuelos, los que todavía dicen abur y como andáis, que todo comenzó en las húmedas y largas noches primaverales cuando los monteros de antaño, reunidos en torno al fuego se dedicaban a contar historias.

De esta forma nos surgen leyendas como la de la cruz de sal, la del diablo que habitaba la villa, la del aura blanca que logró salvar el leprosorio del Padre Valencia o la del Santo Sepulcro del Padre Agüero.

Sin duda alguna, una de las más representativas leyendas del Camagüey es la que rodea la historia de una mulata, quien ha sido inmortalizada y es conocida por varias generaciones mediante el epitafio que nos recuerda lo que realmente es esencial en la vida.

La criolla que protagoniza esta leyenda tuvo una existencia algo nebulosa. Hija ilegítima de un comerciante catalán jamás tendría, gracias a la doble moral de su tiempo, el apellido de su padre; nunca sería Dolores Rams y entonces nos llegó con el nombre de Dolores Rondón.

Criada en un barrio humilde de la villa, creció con el ansia de subir en la escala social y así ocupar en ella lo que, por las circunstancias de su nacimiento, le estaba vedado. Así se convirtió en una muchacha hermosa, refinada, orgullosa, siendo deseada por todos los hombres que la conocían.

Aparece en ese tiempo Agustín Moya, un barbero con una excelente vocación literaria y a quien la Rondón rechazó para casarse con un oficial español. La joven había logrado sus sueños.

Por la profesión de su esposo y no mucho tiempo después de las nupcias, Dolores abandona la villa con otro destino que en la leyenda se extiende desde Santiago de Cuba hasta La Habana.

Años, décadas pasaron y el barbero Moya no volvió a tener noticias de la esquiva mulata, a la que posiblemente fue olvidando, mientras dividía su tiempo entre la barbería, la literatura y las obligaciones que su oficio le imponía en los hospitales de la ciudad, pues los barberos debían servir además como sacamuelas o sangradores.

En tiempos de epidemia, Moya tenía mucho que hacer en los dos hospitales civiles de la villa: el de san Juan de Dios para los hombres y el de Nuestra Señora del Carmen para las mujeres.

En 1863 la viruela azotaba al pueblo y Moya hacía lo que podía en el hospital de mujeres. Allí, mientras atendía a una enferma en estado crítico, reconoció entre los estragos de la enfermedad un rostro conocido y amado. Ante él estaba Dolores Rondón, pobre, enferma y abandonada a la caridad pública.

El barbero no podía hacer nada ya, era demasiado tarde. Al otro día de haberla encontrado, la legendaria mestiza falleció y ni siquiera era posible reclamar el cuerpo que obtuvo descanso en una fosa común del Cementerio General.

Al parecer la Rondón había enviudado. Sola y sin recursos regresó a Camagüey para llevar una vida anónima que terminaba así, en medio de una epidemia y socorrida por aquel que en otro tiempo había despreciado.

Ante esta situación el barbero quiso poner un aleccionador epitafio en la fosa donde reposaban los restos de la que fuera su amada. Luego el texto ya era conocido por todos y aunque la fosa desapareció ya muchos pobladores tenían la transcripción o se lo sabían de memoria.

En 1935, por iniciativas del alcalde de facto Pedro García Agrenot, se construyó un pequeño monumento en el que está grabado el famoso epitafio.

Por las ironías del destino, después de morir en la indigencia y ser enterrada con anonimato en una fosa común, el epitafio que recuerda la existencia de Dolores Rondón iba a ubicarse en la zona más aristocrática del cementerio, entre las familias que ella hubiera querido frecuentar en vida. De esta forma llegó a la grandeza y recuerda cada día a quien visita su tumba que lo esencial se lleva en el alma…

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