Aprendió de siembras con el suegro, que es “guajiro de siempre y con la gente de la Agricultura y de la ANAP”. Un crédito le sirvió para el pozo, y el agua le dio la clave para el maíz del año pasado; el frijol de este año, y ahora las lluvias le acomodan todo para volver a los granos dorados. Con las nubes negras de estos días se le aclara el futuro.

Ella ordeña chivas. Como toda guaimareña se honra de su estirpe ganadera, y como toda cubana, de tener la casa limpia, los niños saliendo bien en la escuela y la dulzura intacta. Su esposo pidió el usufructo, y ella dispuso su mano y el alma, no solo “para las cosas de la casa; él me compró las primeras chivas, mi papá me ayudó con otras, y de ahí esto fue asunto mío, porque hay que producir”.

Con piercing y gorra, con celular y reggeaton él siega arroz como si fuera una combinada. No pasa de 25 años, pero el curtido del sol le ha regalado a su apariencia unos años más. Su bolsillo goza de mejor salud que su piel bronceada, pero ese es el precio. Además, no es un castigo, es lo mejor que se puede hacer en aquel sur camagüeyano. “Pero después de todo, a mí me gusta. Uno le va cogiendo la vuelta a esto, y casi se hace especialista sin ir a la escuela; por la hoja nada más uno conoce la variedad”.

Ellos mantienen las tierras del abuelo. “¿Descanso? No, aquí está todo más cómodo, pero descanso no hay. Que si la vaca rompió la cerca, que la guanaja hace días que cogió pa'l monte y no vuelve, que si hay que regarle fertilizante a la fruta bomba... La lucha es constante”. La hermana se va por las siembras. A él las reses lo apasionan.

¿Los nombres? No, no escribo nombres para que mañana cada guajiro y guajira pueda verse un poco en mis letras. Los guajiros de hoy no son como los de ayer, ni mejores ni peores, son diferentes y merecen honra, porque sostienen con sus manos nuestra vida. Son el cimiento.

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