Expectante ante cada movimiento del ser que le crece en las entrañas (cuando el futuro no pasa de ser una promesa), o incansable en los días de la beca o los buenos y los malos momentos, la madre es ese punto cardinal que siempre estará (o no), ese polo desde el cual se alinean los demás, y adonde siempre se regresa de una forma u otra.

Por estos días en que los regalos y tarjetas intentan resumir tantas horas de cuidados, ellas vuelven al centro de la atención, como convidadas de una fiesta que nunca pidieron. Sin embargo, más que en los detalles de ocasión, en los pechos de muchas se alienta el anhelo de una llamada o la simple certeza de saber que los suyos “están bien”, aun cuando la distancia sea tan grande que impida el abrazo.

Ahora mismo muchas se visten de hadas o magas para entretener al pequeño de sus desvelos, o dejan a un lado los quehaceres para indagar las causas del ceño fruncido, celebran como propia la filial victoria...

Tras cada intento, cada triunfo o cada derrota están ellas, constantes, incansables; seguras de que en cada mañana habrá también un poco de sus cuidados empujando el paso de los días. Por eso no hay nada —y tanto— que decir en su honor. Toda palabra es vana, salvo una: gracias.

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