A su llegada al sistema de transporte camagüeyano, las novedosas guagüitas parecían el paliativo ideal para un deprimido parque automotor que mantenía las paradas llenas a toda hora.

Y en efecto, en sus primeros paseos, las Dianas, junto a sus compañeras —Mercedes Benz, Yutong y Girón—, lograron aliviar la tensión en cada punto de recogida. ¡Qué buenas están!, ¡son una maravilla!, ¡qué bien caminan!, ¡qué cómodos los asientos!; las piropeaban al pasar.

Pero el amor se fue acabando, y cuando la pobre Dianita se quedó sola en nuestras calles, la cosa cambió. Ya nadie la admira, como dice el viejo cha cha chá. Ahora le gritan en plena cara que es muy chiquita, que es estrecha de pasillos y que necesita una puerta más.

Estas líneas no son para arremeter contra el diseñador o el equipo de ensamblaje; tampoco intento poner en una guillotina la cabeza de quienes encomendaron a la pequeña la titánica tarea. Culpas y responsabilidades aparte, lo que más le preocupa a este redactor son las miserias humanas que suceden en el interior del famoso vehículo.

Estoy seguro de que el propio Odiseo hubiese preferido pasar nuevamente sus míticas tareas antes de asumir o presenciar las actitudes que se sufren en la travesía. El maltrato y la indolencia entre nosotros, los pasajeros de esta ciudad, no solucionan problema alguno, por el contrario, crean un pesar colectivo muy difícil de superar.

La necesidad nunca ha sido pretexto para las pequeñeces del alma y el atropello colectivo. Entre las virtudes más grandes del ser humano —también del camagüeyano— se cuentan la solidaridad, la caballerosidad y el sentido de la justicia social. Y aunque parezca un eslogan ante los obstáculos materiales y subjetivos que impiden la organización correcta del transporte, no podemos caer en irrespetos cada vez que nos toque subir a un vehículo.

El colado, el machazo imperturbable, que permanece sentado mientras mujeres, ancianos y niños van de pie; el hombre o mujer ancla, que se queda al inicio de la guagua y no permite el paso de los demás; y el “petatero” (a), que desde que sube y, sin motivo alguno, comienza a ofender a todos los camaradas de viaje. Estos son algunos de los personajillos que conforman la diabólica receta de tormentos que es cada itinerario.

Enfrentar colectivamente estas prácticas denigrantes es una fórmula de probada eficacia, y quien alguna vez fue enjuiciado en plena guagua difícilmente repite la infracción.

Pero lo importante es despertar la sensibilidad personal ante un fenómeno que cada vez nos hace menos humanos-cubanos-camagüeyanos. La búsqueda diaria de soluciones a los problemas económicos de nuestra sociedad debe ir aparejada a la formación de un credo de entereza y sensibilidad social. Piénselo dos veces antes de maltratar a alguien que corre su misma suerte y, por favor, no deje de ponerle Diana a su hija.

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