CAMAGÜEY.- Cuando conversas de tu familia, sientes como si hablaras de ti mismo. Así sucede mientras pienso en mi árbol genealógico hasta donde las palabras y la memoria puedan explorarlo. Después de que alguien pregunta: “¿Dime de…?”, saco el álbum que guardo dentro, de quienes comparten mi día a día, y como un dibujo a mano alzada retoco por aquí y por allá cada retrato como mejor lo percibo.

Una casa colonial resulta un ambiente fértil para una crianza al estilo real y maravilloso. La nuestra no es un referente del Feng Shui, pero la energía de las paredes húmedas, los tinajones mohosos, el techo cubierto de tejas y la historia que le precede, tienen un atractivo misterioso y único. Nadie se encuentra a salvo de su magia. Ni siquiera mi hermano, que vio y recuerda cuando di mis primeros pasos en la sala.

Compañeros de videojuegos, hacedores de tiempo perdido durante las vacaciones, “madrugadores” a horario completo, críticos parciales del manga y del anime, delantero y mediocampista, consejeros de contrabando, Bolek y Lolek en sintonía tropical… el gordo y el flaco. Una vez se propuso estudiar Arquitectura. Lo consiguió. En otra ocasión crear una familia. Lo logró. Quiso bajar de peso. Trabaja en ello. Y aunque niegue poseer una fórmula para el éxito, y a menudo dé créditos a la suerte, modula su espíritu con determinación y, sin explicar cómo lo hace, le enseña a su segundo hijo: yo.

Dicen los escritos hindúes que los padres no llegan a nosotros por casualidad. Cuentan que en otras vidas fueron nuestros grandes enemigos y en la presente, debe alcanzarse la reconciliación. En esta atípica lucha de contrarios, prefiero asumir el criterio de la diplomacia, de la beligerancia cero y del adiós a las armas, pero con discreción: espiar a mi papá para saber de un mundo llamado arte o interrogar hasta las últimas consecuencias a mi mamá sobre las sanaciones milagrosas de un libro.

Con el sigilo de los depredadores más livianos avanzo, me transformo en uno de esos seres fantásticos que absorbe los poderes de su rival, y los consumo en pequeños fragmentos. A él detrás de su buró, tallando lo mismo a un viejo de enormes dimensiones, en guayacán, que los sueños de Martí a una escala diminuta. A ella, como educadora sin fronteras, decisora práctica y mujer de ley y orden. Con los sentimientos y las manos, ambos ablandan lo imposible, se convierten en el primer fuego que prende una hoguera, la que te ilumina el camino para que no dudes.

Si la tempestad arrecia, conozco un castillo de muros inexpugnables que me brindará cobijo: mi hogar. Si no hay lugar para sobrevivir las estampidas, ni las avalanchas, yo sabré de un espacio donde habrá sopa caliente para el alma. Pero lo más asombroso es cómo puede caber todo ese amor, junto al álbum de retratos, en una palabra y un gesto. De repente, cuando por la calle alguien pregunta con el “háblame, dime de tu gente”, sonreímos y decimos: bien.