CAMAGÜEY.- Nunca antes me había fijado, no me había detenido a mirarlo, hasta que un día lo descubrí. Y ese hallazgo me puso a pensar en el esplendor de antaño, pensar en quién estuvo allí, y en todo lo que al pasar el tiempo vio.

Ahora cada vez que paso lo miro, me resulta imposible no fijarme, no molestarme porque a quien tiene que importarle no le interese, porque lo dejen perderse día a día como si no tuviera valor alguno.

Entre los usos que ha tenido, el más reciente resulta depósito de basura y escombros, todo un detalle por su parte, nadie lo cuida, nadie repara los daños del tiempo, pero tampoco se dan cuenta del perjuicio que con sus acciones le ocasionan.

Se llama palacio, Palacio de Pichardo, apellido de quien en sus épocas de lujo y gloria lo conoció. Al parecer hoy a rey alguno le motiva conquistarlo, retomar su belleza, velar por la seguridad de los alrededores evitando que caiga.

Justo en un camino real, la calle de Tula, por donde todos o casi todos transitan, en el mismo centro histórico, pero desentona, lúgubre y estropeado, deteriorándose pedazo a pedazo.

Hay quien no sabe apreciarlo, quien no entiende todo lo que esconde, y quien jamás lo ha admirado, que no ha visto que detrás de lo que está en derrumbe hay arte, hay historia, hay cultura.

Quizás un soplo de aire fresco se avecine, en alguna mente inquieta está la idea de ayudarlo, traerlo de vuelta a la vida, descubrir lo que albergó en su interior, lo que escuchó decir a aquellos que lo llamaron hogar.

Pero por ahora sigue allí, viendo pasar los días y semanas, la lluvia caer, encontrándose puntualmente con el sol y la luna, y mira a todos aunque nadie lo ve.