CAMAGÜEY.- En la ciudad de Camagüey no son solo calles y zaguanes, plazas, parques o callejones los que marcan hitos de diferentes épocas. Ni siquiera personajes y personalidades nos acompañan en los fantasmas de la memoria anotados en páginas de libros y periódicos, y que van quedando como perdidos en los entretejidos de los años. Hay estampas de una fauna que debe ser sumada por derecho a estos recuerdos.

Principal ejemplo es la leyenda del aura blanca, aquella humilde ave hecha “milagro” cuando en la década de 1880, a la muerte del sacerdote Jesús de la Cruz Espí, el popular Padre Valencia, apareció sobre el leprosorio de San Lázaro y muchos quisieron ver en ella el alma del sacerdote que tornaba para socorrerlos.

A partir de 1837 se hizo famoso el sinsonte principeño, propiedad del maestro de música Luis de Urra. El ave canora, colocada en una jaula dentro de la sala de la vivienda No. 27 en la calle Candelaria, bien pronto comenzó no solo a copiar, gorjear y silbar la escala musical, sino también los sonidos de diferentes instrumentos musicales, al punto de interpretar arias de óperas y zarzuelas, sinfonías y romanzas.

Otra de las historias que vuelan se dio en la década de 1890. Las tropas militares que custodiaban la ciudad asistían cada mañana de domingo a la misa de la iglesia catedral. Luego, en la contigua Plaza de Marte, las bandas de música del ejército ofrecían retretas casi hasta la hora del almuerzo. El batallón de Cádiz, instalado en el cuartel de San Ignacio y Mayor, se desplazaba al lugar al compás de su banda. Su escuadra de gastadores tenía diez o doce guineos que, junto a los soldados, desfilaban como marcando el paso.

Durante la ceremonia permanecían en la iglesia para luego salir a corretear por la plaza hasta que el clarín llamaba a formación para regresar al cuartel. El pueblo disfrutaba aquello hasta que, debido al correteo por el almacén del cuartel, una estiba de catres de campaña les cayó. No quedó ni un guineo.

De carne para chilindrón era mi próximo protagonista. Nitrato aún nos resulta un personaje extraño. Nadie sabe de dónde salió o quién le bautizó con tan singular nombre. De todas formas ha sido uno de los personajes más tratados por la prensa de su época, y quien a pesar de sus fechorías resultó simpático a la población. Acusado de robos, amenazas, destrucción de la propiedad y hasta de ataques, el chivo Nitrato comenzó a ser conocido a partir de 1920 a través de la crónica roja de los periódicos. Un día, con muchos años de maldades, desapareció con el mismo misterio como apareció por el entorno del reparto La Norma, cerca del río Hatibonico y al otro lado de la calle Rosario.

Ahora mis líneas llaman a galope, por el potro criollo de papel maché y cola, construido en Alemania y que llegó a nuestra ciudad en 1935. Adquirido cinco años antes por la entonces famosa talabartería habanera El Potro Andaluz, viajó a Camagüey para dar nombre a la homóloga El Potro Criollo, donde se le ensilló con los mejores arreos en exhibición de esa afamada fábrica de monturas. Este maniquí, copia de los caballos de los escuadrones franceses de Napoleón Bonaparte, ha participado en ferias internacionales de ganadería. Conocido por muchas generaciones lugareñas, ahora se encuentra en uno de los restaurantes del Lago de los Sueños.

Sigo el recorrido. En el reparto Florat, al extremo de la calle Alfredo Adán, la vía trepa una suave elevación que los camagüeyanos, faltos de alturas que destacar, denominaban La Loma. Allá por los años ‘50 del pasado siglo, una familia de apellido Guerra tuvo una grulla que de alguna forma lograron domesticar y que tomó la costumbre de recorrer día por día parte de aquel reparto: visitaba viviendas, patios y solares yermos, lanzaba sus ásperos graznidos. Al ave nunca le faltó protección ni comida, y aunque no recuerdo que la agredieran, sé que era ella quien perseguía a quienes le resultaran extraños en el barrio. Con el tiempo ese populoso lugar comenzó a ser conocido como Loma de la Grulla.

Además plantó bandera en el panteón de los afectos un animal que por aquello de que todo ser que se respete tiene su apellido fue Pancho, el león del Casino. Nació en la jaula de un circo llegado a la ciudad y dejado al cuidado de una familia apenas despuntó. De pequeño paseaba por nuestras calles sujeto por una cadena con una mansedumbre asombrosa. Al crecer, a partir de 1960, fue trasladado al zoológico instalado en el parque del Casino Campestre. Se cuenta entre los damnificados por el ciclón Flora en 1963.

El rescate de Pancho merece párrafo aparte. Resultó espectacular cuando las aguas del río Hatibonico, que por allí subieron hasta tres metros, amenazaban la jaula, sin embargo, libró gracias al arriesgado grupo de trabajadores de Servicios Comunales y vecinos que expusieron sus vidas para salvarlo y llevarlo a lugar seguro. El linaje de los primeros leones lugareños se lo debemos a él, por sus amoríos aquí. Murió el 7 de marzo de 1986. Dijeron que de un infarto, ya andaba por sus 30 años. La prensa se ocupó del caso y alguna nota fue publicada a la muerte del animal, cuya historia bien puede sumarse a la crónica de estos personajes de nuestras pequeñas historietas cotidianas.