CAMAGÜEY.- Ni la habilidad de un fisonomista experto, ni el olfato del ilusionista Harry Houdini me hubieran sido útiles para reconocer a Ramón Beltrán Adanson. Aquel hombre que siempre mantenía su mentón rasurado y la cultura inglesa viva en cada comentario, andaba por las calles con una barba blanca tupida y orgulloso de ser uno de los chinos manilas que pelearon en la manigua junto a Ignacio Agramonte.

Él no es un viajero del tiempo, sino uno de los tantos camagüeyanos que intervienen en el filme El Mayor y uno de los tantos deslumbrados, espiritualmente, cuando se acercan a la vida de ese líder independentista.

En el Japón feudal, la existencia de sus guerreros —según reza un poema— podía ser tan hermosa y efímera como la flor del árbol del cerezo. Así la obra de un mambí como Agramonte resultó también hermosa y efímera, pero su honor y moral la hicieron perdurable.

De su presencia elevada se percató el Padre de la Patria, Carlos Manuel de Céspedes, cuando oyó al joven abogado hablar de la unidad en la Asamblea de Guáimaro. Aquellas palabras marcaron entre ambos diferencias políticas: sin embargo, una luz común señalaba la libertad de Cuba y unía a los dos hombres que parecían complementarse, como los describió José Martí en uno de sus artículos.

Para El Mayor, nuestro Héroe Nacional dedica sus más hondos sentimientos en el texto Céspedes y Agramonte. Él cavó profundo en su alma, levantó con sinceridad la imagen del principeño, y del esfuerzo nació un éxito consabido: “Era un ángel para defender, y un niño para acariciar (…) como si por donde los hombres tuvieran corazón tuviera él estrella”.

La pluma del Apóstol no se contuvo, esbozó al valiente que escogió a sus 35 mejores jinetes más bravos y liberó al brigadier Julio Sanguily, retrató al oficial que dio un curso favorable a la Guerra de los Diez Años. Del carácter que brotaba al héroe por encima de su anatomía escribió: “se le vio por la fuerza del cuerpo, la exaltación de la virtud”.

Si grandes amores de la literatura, como el de Romeo y Julieta, han hecho suspirar a muchos, Martí tuvo la seguridad de que la unión pasional del Diamante con alma de beso con Amalia Simoni, era real, verdadera.

Proveniente de una familia acaudalada, la mujer querida por Ignacio compartió su destino sin miramientos y a él permaneció fiel en la ciudad y en la manigua, en la cercanía y en la distancia, en la alegría y en momento de la fatídica noticia. En aquel instante la frase “hasta que la muerte los separe”, no fue más que una sentencia sin valor. Cada recuerdo del hombre delgado, de fino bigote y porte gallardo, acompañarían a su idolatrada, como le llamaba en las cartas, aun en la evidente soledad.

De la misma forma en que continuó en el corazón de su mujer, las esencias de El Mayor siguieron sobre el campo de batalla, en pie, como una suerte de aliento cósmico, de combustible fundamental para quienes todavía dudaban en empuñar el machete y pelear por la libertad. Su energía se hallaba allí, en los mismos parajes donde él rechazó en probar alimentos si no lo habían hecho primero sus soldados e, incluso, su caballo; entre la maleza donde, imaginamos, reprendía o “salaba” a sus soldados cuando incumplían órdenes o arengando a su tropa antes de pedirle al corneta tocara al degüello.

Quién mejor que el Generalísimo, Máximo Gómez, para asumir el mando de las huestes de Camagüey. Su talante serio, excelentes dotes como estratega y férrea disciplina, tenía mucho de su antecesor. Cuenta una anécdota que después de alcanzar varias victorias en el territorio, un adulador enalteció su genio militar, mas el viejo mambí, con humildad, adjudicó el mérito a la caballería de El Mayor: “Amigo, aquí lo que ha pasado es lo siguiente: me he encontrado un violín con muy buenas cuerdas, y muy bien templado, y yo no he hecho más que pasarle la ballestilla”.

En un viejo libro de Historia de Cuba encontré una foto de perfil de Gómez. Tras mirarla un par de veces noté una semejanza estupenda con el actor de reparto, Ramón Beltrán Adanson. El parecido no radica en los ojos, ni en la barba blanca, ni en los rasgos quijotescos que proyecta uno o la hidalguía de chino manila que pueda interpretar el otro en una película, sino en la particular manera de apasionar el espíritu, con el mero hecho de mantener vivo un apellido: Agramonte.