CAMAGÜEY.- La mochila al hombro ha sido por cinco años una indumentaria habitual, nunca queda ningún espacio vacío, pues entre prendas de vestir y maquillaje siempre cuelo un poco de aquí y un poco de allá. Cuando vengo de Las Tunas traigo algo de paciencia, de “cantao oriental”, de romanticismo pintado de ingenuidad, de nobleza, de orgullo por una ciudad que siempre se muestra coqueta ante sus pobladores.

Y cuando regreso, el tinajón que llevo dentro me delata. Aquí he tocado las raíces del arte en cada calle; cada piedra tiene una historia que contar y una menos en nuestro andar es un siglo de historia perdido. Los que saben apreciar esa belleza han escuchado la sinfonía que se crea con la mezcla de la rumba, la arquitectura, los adoquines y la gente.

Pecar de curiosa no puede ser tan malo, todo lo quiero mirar. Me cautiva la simbiosis perfecta que hay entre lo nuevo y lo viejo, la creatividad que asalta las paredes más comunes para convertirlas en obras de arte, y cómo las iglesias con su belleza persuaden a los ateos a creer.

Nadie como los agramontinos puede defender mejor su tierra, a veces discutimos por esa cara de pícaros que muestran cuando dicen que “como Camagüey no hay otra ciudad”. En ese momento los encantos de la tierra natal de cada uno salen de debajo de la manga para ganar la disputa.

Lo cierto es que en cinco años hemos aprendido a querer a nuestra tierra tanto como lo hacen los camagüeyanos, esa es la mayor virtud de su gente; al fin y al cabo esta ciudad no necesita del agua de los tinajones para enamorar, pues ella por sí sola se convierte en amante de todo aquel que la descubre.

 Esta caricatura es de Roberto Carlos Serrano Prieto, estudiante de tercer año de Periodismo en la Universidad de Camagüey Ignacio Agramonte Loynaz. Esta caricatura es de Roberto Carlos Serrano Prieto, estudiante de tercer año de Periodismo en la Universidad de Camagüey Ignacio Agramonte Loynaz.

PINCHADA POR UNA TUNA

 Yusarys Benito Deliano/Estudiante de Periodismo

Una compañera de por allá del Balcón de Oriente bautizada con agua de tinajón, me contó que la primera salida “al pueblo” fue inolvidable. Dice que mis calles laberínticas dejaron detrás a más de un tunero. También recalca que los agramontinos somos muy orgullosos de nuestra urbe y es que nunca perdemos la oportunidad de defender la Tierra de El Mayor a carga de machete.

Además, recordamos aquella vez cuando el “paseo turístico” nos llevó al Casino Campestre y asombrados por la cueva obviaron la riqueza natural del parque urbano más extenso del país. La verdad, no querían oír de los usuales atributos que ya conocían por la radio y la televisión.

Ese día preguntaron por las tarjas olvidadas, las construcciones a medio hacer y hasta del bache de la esquina. Acostumbrada a sacar mi lista de logros y personalidades, me pinchó una tuna con la intención de visualizar una nueva ciudad, esa que acoge los barrios menos favorecidos, la historia de amor en un parquecito descuidado o el río que necesita de los cuidados de sus pobladores.

Hace cinco años descubrí una urbe que también se levanta con sueños por cumplir, adoquines con la huella de gente diversa de pensamiento. Calles escondidas con historias por contar, una ciudad donde los ojos recaen en el patrimonio y donde a la vista, en contrapicado, renace cada balcón de más de medio milenio.