Tiempo. De eso se trata la vida. No se dejen engañar. Incluso esas tres misiones de nobleza poéticamente encargadas al ser humano: tener un hijo, sembrar un árbol y escribir un libro, no son más que entrañables maneras de aspirar a traspasar las verjas de nuestra época.

 Los encargos parecen sencillos, mas no lo son. Será por algo que la mayor parte de los mortales se va del mundo sin cumplir en su totalidad el triple mandato: con demasiada frecuencia el amor, la sensibilidad y el talento, que son las tres llaves que abren esas puertas, no se ponen de acuerdo para habitar el mismo cuerpo. Y aun haciéndolo, puede que falle la suerte. Son los casos en que no se completa la ecuación y se tienen hijos sin poesía, árboles sin índice, libros sin frutos…

 No somos más que agujitas de inmenso reloj, minuteros galácticos que le damos sustancia a un tiempo que nos trasciende. Pese a las apariencias, no creamos los almanaques para medir un tiempo que es insondable, sino para marcar los pasos que a título de individuos nos es dado dar en la encarnación que nos tocó. Es por eso que no hay nacimientos sin inscripciones, uniones sin aniversarios ni muertos sin epitafios.

 Un hijo, un árbol, un libro… o quién sabe si dos. Fecundemos con limpios deseos un vientre, un surco, una blanca cuartilla. Disfrutemos la angustia de aprovechar este trozo de tiempo porque a menudo una vida no alcanza para vivir.

* Texto tomado de Archivo de Adelante