CAMAGÜEY.- Surge un nuevo octubre y por tercera vez asumo el reto de cincelar, en brevísimas líneas, la sonrisa de Camilo Cienfuegos. En apenas una cuartilla y media lo esculpo e imagino su cualidad de escapar de la muerte a su antojo y dejarnos mil rastros para pulir el alma. El polvo me amenaza los ojos, pero continúo porque entre las palabras encuentro mi tenue reflejo, mi instinto que sin pensarlo mira a sus pasos.

Entre los poros del material redescubro las viejas historias de mi abuelo cuando en la Escuela de Arte de San Alejandro coincidió con el Señor de la Vanguardia. Por aquellos años, lejos de tallar la dureza de un texto me dedicaba solo a la ingeniería para “mejorar” el rendimiento a mis carritos y practicar la ciencia forense a cada muñeco que me regalaban. Sin embargo, no olvidaré el olor a yeso y a óleos salidos de las memorias de Pipo, ni a aquel prometedor muchacho que, según contaba, pensaba el arte con la misma agilidad de sus manos.

Corre el sudor por mi frente y cada fragmento de roca se pega en la piel. De pronto, desaparecen las ideas, siento un vacío sobrecogedor al no poder construir un Camilo propio, como lo hizo Carlos Puebla en su canción inmortal. Luego, soplo las partículas de roca y vuelvo a intentarlo porque así lo aprendí de mi abuela materna, Irma, a quien bautizó la vida naciendo el mismo día del hombre del sombrero alón.

Una mañana ella me levantó del piso con su mirada ciclónica y apartó los juguetes magullados por la pena capital. No soportaba que yo destruyera y para solucionarlo, introdujo un remedio infalible en mis horas de recreo: libros de aventuras. Apenas les hice caso, pues prefería escuchar sobre la llegada a nuestro país de sus parientes de las Islas Canarias y las peripecias del joven de barba tupida que luchó en “la Sierra”. Anécdotas como la toma de Yaguajay, las bromas a su amigo Ernesto y la ocasión en que dividió sus alimentos con un prisionero, fueron episodios importantes para imaginar sus dimensiones, para en el futuro querer abarcarlo con mis herramientas.

“Tu propia visión del mundo te enseñará en dónde puedes desbastar, ser preciso al plantear ideas, encontrar la esencia que persigues. Miguel Ángel Buonarotti decía que dentro de cada volumen hay una figura esperando por ti”, me aconsejó mi padre mientras observaba el rostro de Camilo en este trozo de hoja-mármol a medio acabar. Él sabe de lo que habla porque es de quienes llevan al héroe consigo como una especie de amuleto. Lo conserva inmóvil en una revista Bohemia y en movimiento a través de sus palabras, entre la espontaneidad para elaborar un chiste y las metáforas, que sin darse cuenta, multiplican en mí su legado.

En un último esfuerzo recupero el aliento y acelero los golpeteos finales sobre el párrafo. Parece como si ya no faltara nada por hacer, pero miro desde todos los ángulos al hombre del pueblo y me percato de su calidad triunfadora.

Cualquier intento por atraparlo en un concepto, en un símbolo sobre la superficie del jade, el ónix, el cuarzo, o bajo las vetas de un simple escrito resultan vanos. En el espíritu nos acompaña su luz y cuando lo pensamos la desborda, como una cura contra aquellos que solo ven las sombras y afirman que los Camilos se han ido a bolina.

Para creer de corazón en Camilo se necesita escribirlo donde sea, cuando sea, como sea, todo con letras altas, como eterno verbo de acción, como altar de cordura. Debemos escribir a Camilo sin miedo, en tres y dos, aunque flaqueen las piernas, aunque castañeteen los dientes. Debemos escribir a Camilo con los ojos abiertos, con las manos crispadas, con el ceño fruncido, aun con el sueño torcido. Debemos escribir a Camilo sobre el papel, en los muros, en el cuerpo con un lápiz, con graffiti, con voluntades, con rocas en la espalda.

Debemos escribir a Camilo aunque se apague el ánimo, aunque persistan los fantasmas, aunque de ello dependa la vida. Debemos escribir a Camilo porque él sin temor tomó las riendas del destino y escribió para nosotros una historia.