Ring ring ring …

- ¡Oigo!

-Tu padre está con fuerte dolor en el pecho.

La hija reclama por qué no la llamaron antes, mientras se viste apresuradamente.

- “ A la izquierda”, acierta a decir el soñoliento orientador del cuerpo de guardia del hospital provincial Manuel Ascunce Domenech de Camagüey, en el territorio centroriental cubano, cuando la silla con ruedas y el paciente le pasan veloces por delante.

-¿ Qué tiene el señor, pregunta el joven galeno de guardia?

- Un fuerte dolor en el pecho.

Toma la presión arterial. "Está un poco alta"-dice- "vamos a darle un captopril, preferentemente debajo de la lengua". Seguidamente ordena un electrocardiograma. Lo revisa y va directo para el clínico de guardia que repite la operación e inmediatamente se dirige hacia la Unidad de Cuidados Intensivos (UCI). Para allá voy volando en la silla con ruedas.

Me depositan en la cama como si fuera un fardo. El volcán que tengo en medio del pecho amenaza con asfixiarme , y hago ademán de incorporarme, pero el enfermero me retiene y me recomienda ¡tranquilo! Como si no fuera esto lo que más deseo en estos cruciales momentos.

"Cierre el puño y déjelo cerrado", oigo que me ordenan, mientras me dan golpecitos en la mano para estimular el abultamiento de las venas y enterrarme la larga aguja de la bránula.  En el pedestal la bolsa de 500 mililitros (ml) de suero está lista, con varias inscripciones de los productos que contiene en los que no falta la nitroglicerina y más abajo parece que dice diazepán.

El dolor en el centro del pecho no ha cedido. Siento como si me estuvieran quemando todo el “carapacho” de esa armazón y la sensación de que me voy a ahogar es permanente. Veo al intensivista que está sentado en su buró, cerca de mí, y le pido por favor que me deje incorporar un “poquito” para ver si puedo respirar mejor, pero mueve negativamente la cabeza: "¡tranquilo, que eso se te va pasando poco a poco!"

Miro en derredor desde mi posición horizontal y veo los rostros de mis hijos tensos e impotentes en espera de ver lo que pasa. Pregunto la hora, está amaneciendo. Una y otra vez el enfermero me interroga cómo me siento. Igual, le balbuceo.-Te voy a poner un relajante muscular para que te ayude. Tremendo pinchazo intramuscular que lo recordé durante toda la convalecencia.

Sigo aferrado a las barandas de la cama mientras siento que el diazepán va gana terreno por la suave modorra que me va invadiendo, y aunque el dolor persiste, ya no siento con la misma intensidad.

Temprano llega el doctor Leandro Segura, especialista en Cardiología quien, me atiende hace alrededor de diez años; me da unas palmaditas en las piernas: “todo va estar bien”, me alienta. Cambia impresiones con el intensivista que está al frente de la UCI, revisan de conjunto el electrocardiograma, comprueba el tratamiento que tengo en vena y sus componentes y por fin oigo decir: ¡" no está infartado”!

Respiro ya más tranquilo, porque parece que de esta no me voy de un solo golpe. Se dispone mi traslado para la sala de cuidados intensivos de la unidad de Cardiología del Hospital Provincial, aledaño a este centro docente de más de 500 camas y unos treinta servicios asistenciales.

Aterrizo en un cubículo de tres camas y me toca la del centro, la cama ocho, y dicho número me hace recordar la película norteamericana Sala ocho , tenebroso relato de pacientes que entraban pero casi nunca salían de ese lugar, por lo que espero no se repita conmigo la historia fílmica.

A la izquierda tengo a Asmaida Romero, vigorosa criolla de 42 años que no me canso de preguntarme mentalmente qué hace allí, y a la derecha a Amaida, una señora de 61 años que la estancia en la UCI le deparó un crónico catarro cuya tos desgarradora no la deja dormir de día, y de noche mucho menos, por lo que se estremece todo el cubículo hasta el amanecer.

Aquí todo rigor y disciplina, comida y necesidades fisiológicas en la cama, a como se pueda, necesidades fisiológica en la cama al igual que el aseo personal con el que te dan campana a las 6.a.m., pero el trato es afable y solícito, sobre todo la dulzura de algunas enfermeras como Lisbet, por lo que me recuerda la canción de Fabré : A la hora que me llamen voy.

La ronda médica diaria, especialista y alumnos de los últimos años de la carrera te pasan revista, con el diagnóstico y el tratamiento de requerido.

Por lo que percibí en la última visita, parece que mi paso a la sala intermedia es inminente, pero bueno, este es otro relato de vida que se lo cuento “ahorita”, como dicen los mexicanos.