Dar la vida no era solo fallecer por la independencia; él lo sabía. Ser mártir no es cosa fácil, pocos se atreven a perder el aliento por la defensa del prójimo o de un ideal. Pero hay un martirio más difícil, una forma de dar la vida más difícil, y esto también lo aprendió. En esa entrega se curtió el alma. A servir se había dedicado Martí, a amar, porque “la única ley de la autoridad es el amor”. Volvió al amor en la norma política, hizo del dar la vida un ejercicio diario.

Por eso no murió, no lo dejaron. Los que una vez estuvieron al dorso de la historia (tabaqueros, negros, campesinos de la Sierra Maestra… los humildes) habían sentido cómo a golpe de afecto aquel hombre los había situado justo en medio de todo acontecimiento. Los hermanos de la misma tierra que anduvieron dispersos entre odios de raza, de clase, de regiones o de formas de libertar Cuba, se abrazaron hondo después de escuchar al predicador de una guerra breve y generosa, porque no “es de cubanos vivir, como el chacal en la jaula, dándole vueltas al odio”. ¿Cómo dejarlo muerto, entonces? Era injusto, imposible.

Él, un adolescente en la Guerra Grande, escribió su Abdala “expresamente para la patria”. Estuvo al frente del Comité Revolucionario Cubano, cuando Calixto García vino a Cuba a liderar la Guerra Chiquita. Fue quien dispuso el cese de la lucha al último jefe mambí que se batía, el coronel Emilio Núñez, en Las Villas. Junto a la orden le envió una carta: “no las depone (las armas) UD. ante España, sino ante la fortuna. No se rinde UD. al gobierno enemigo, sino a la suerte enemiga. No deja UD. de ser honrado: el último de los vencidos, será usted el primero entre los honrados”.

Sin embargo, le dieron fama de ser detractor de Gómez y Maceo, en aquel plan de 1884-1886, que fracasó. No obstante, fue él quien unió en un mismo abrazo, con cariño y tacto, a los dos grandes de la Guerra de los Diez Años, y así mismo hizo con los “pinos nuevos” y los experimentados. Antepuso la bondad y acalló esas voces cargadas de dudas e injurias, incluso dentro de los propios cubanos, que lo llamaron loco, bandido, palabrero... Siguió reuniendo dineros y almas.

Se dio íntegro a la Revolución: Dejó sus cargos de cónsul de Uruguay, Paraguay y Argentina; renunció a la presidencia de la Sociedad Literaria Hispano-Americana; redujo la colaboración con los periódicos... Estragó su bolsillo a fin de tener más tiempo para hacer libre a su tierra. No fue solo a golpe de discursos, sino de visitar los talleres y “chinchales” de los pobres, y de besarles a sus hijos desharrapados que en Tampa lo acompañaron entre vítores y música 4 000 personas a tomar el tren rumbo a New York.

Fue por viril y bueno que en Cayo Hueso se ganó el corazón de Paulina Pedroso. A ella, fanática de Maceo y Gómez, probados en la guerra, le tocó prepararle en su casa almuerzo a Martí. En aquellos días no había carne en el Cayo. Hubo que sacrificar la chiva de la abuela. Él le alagó el sazón, y, percatado de los dramáticos sacrificios y de la amargura de la señora, terminado el almuerzo la besó en la frente y le dijo: “Usted, Paulina, me va a ayudar mucho aquí, por Cuba”. Así, después de las lágrimas y risas que al mismo tiempo le salieron a la patriota, se ganó Pepe otra madre, una negra.

Fundó el Partido Revolucionario Cubano, que desde sus Bases le ofreció el alma a los hermanos de Puerto Rico. Y a todo empeño llenó de armas el Amadís, el Lagonda y el Baracoa. Sí, porque rehusó el ofrecimiento del bandolero Manuel García, el llamado “Rey de los campos de Cuba”, cuando brindó 10 000 pesos a la caja revolucionaria. Insiste en que la República ha de nacer limpia desde la raíz. Los tres barcos a vapor partirían por el pequeño puerto de Fernandina, en la Florida, para libertar la Isla. Una delación malogró el plan. El 10 de enero de 1895, lloró.

Supo erguirse, se sacó el puño triunfante de las entrañas y de los amigos obtuvo apoyos incondicionales. A los Pedroso les pidió vender su casita, si fuera preciso: “No me pregunten. Un hombre como yo no habla sin razón este lenguaje”.

Tras la Fernandina los emigrados se sorprenden. Y es que todo lo hizo en silencio “porque hay cosas que para lograrlas han de andar ocultas”. Ni los mismos jefes cercanos conocían la magnitud de los preparativos. Y en Cuba no es menor la sorpresa, porque con esmero se había cultivado la visión de Martí como loco, poeta y visionario. La guerra arrancó un mes más tarde. Allí le otorgarían los grados de mayor general del Ejército Libertador. De aquello, honrado, escribió: “¡De un abrazo igualaban mi pobre vida a la de sus diez años!”

Mucho le costaba a él andar por el lomerío, con la herida vieja del grillete de las prisiones supurándole, pero iba sin quejarse compartiendo con los guajiros las riquezas de los árboles, las pocetas... Supo cumplir su verso “en los montes, monte soy” y transformó la vida de cuantos conoció, como lo recordó uno de esos niños, entonces, que no lo dejaron morir aquel domingo funesto: “Martí era una bendición. Aquel hombre conversaba con usted y a los cinco minutos se ganaba su cariño”, dijo y recordó que tras aquel 19 de mayo “Mi madre murió en el mismo '95. Ella quedó muy mal. Ella se quedó como loca después de ver la muerte con que mataron a Martí. No se recuperó más. Cayó en un desgano hasta que murió enseguidita”.

A alguien con tal luz los hombres no lo dejamos morir. “Nosotros concurrimos a desaparecer, pero Martí, no. Mientras haya cubanos Martí va a existir”.


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