A ese sitio llegaron -de poco en poco- colonos, criollos y negros para sitiar la plaza y todo el laberinto de calles que entorno al templo fueron naciendo; para acentuar el contraste entre lo claro y lo oscuro, entre el ruido de las campanadas y el tambor africano.

Por allí estuvo también el convento de las ursulinas, donde creció Matáo hasta la época en la que encontró trabajo. Después —ya en la Revolución— tuvo casa propia, pero la Plaza fue siempre su lugar favorito.

En ese ambiente vivió Matáo y vive hoy Subirá. El primero sin cuento más largo que el de realizar, en una pequeña carretilla de madera, cualquier tarea que le aportase un mínimo de dinero. El segundo, un viejito que como muchos otros en Cuba, sale al parque a leer la prensa y a sentir las brisas de aire fresco. Ambos, gente común. Y es que de eso se trata, de que la gente común también quede recogida en la historia, en las leyendas de sus coterráneos y en el recuerdo de cuantos forasteros visiten la ciudad.

Cierto es que Matáo y Subirá ya son historia, no por ser el objeto de estudio de algún avezado, sino por la feliz iniciativa de la escultora Martha Jiménez Pérez, quien en el año 2002 forjó en marmolina al carretillero y al lector (aunque actualmente se traspasan al bronce). A esas esculturas se suman la de Los novios y Las tres chismosas, conformando cuatro singulares escenas costumbristas, que bien pueden simbolizar esa autóctona mezcla de gente camagüeyana.

Alrededor del Pozo de Gracia se establecieron los pobladores. A diferencia de otras plazas de Camagüey, el edificio principal -conformado originalmente por el hospital, el convento y la iglesia, la única de dos torres en Camagüey-, ocupa la posición más jerarquizada del entorno, si se tiene en cuenta que el acceso principal es perpendicular a la fachada del conjunto arquitectónico. Al acceder de frente a la iglesia por la calle Hermanos Agüero, el peatón va descubriendo dilataciones sucesivas del espacio urbano, que finalmente culminan en la entrada del templo.

El conjunto tiene sus antecedentes en la parroquia de tres naves que comenzó a erigirse en 1732, a cierta distancia del actual emplazamiento. Como capilla, esa institución debía acompañar a un hospital de mujeres. Más a religiosos carmelitas y jesuitas no les gustó el proyecto y demolieron la obra.  

En el siglo XIX el hospital también fue derribado por el ayuntamiento para su reconstrucción. No es hasta 1823 que se da comienzo a la construcción del hospital y de la iglesia, concluidos en noviembre y  diciembre de 1825 respectivamente, gracias a las donaciones de las familias ricas, las contribuciones del pueblo  y la incansable labor del franciscano José de la Cruz  Espí (Padre Valencia), a quien una calle le rinde hoy homenaje.

El campanario izquierdo se terminó al año siguiente. La otra torre fue erigida en 1847, fecha en que también se concluye la fachada principal, según el proyecto del Padre Valencia, anunciado por un periódico de la  época. Años antes, hacia 1829, quedó edificado el convento en el lateral derecho del templo. Sitio donde hoy se ubica la Oficina del Historiador de la Ciudad de Camagüey.

Para entender ese entorno basta con pararse de espaldas a la iglesia y observar la calle que allí empieza o allí termina. De un lado las viviendas de los que eran más pobres, todas con sus tejitas de barro, que se unen de casa en casa para ir conformando casi un solo techo, casi un solo alero, que unas veces se alza y otras declina para morir apenas unos centímetros después de la fachada.

A la otra mano, el hogar de algunos con más posibilidades, casas más vistosas, con puertas más amplias y ventanas que suben casi desde el suelo, casi hasta el techo. Aquí hay patio interior, y aleros bastante anchos, y tinajas grandes para almacenar el agua, y vigas sin tallar ni emparejar, fijadas en el techo una vez llegadas del monte, lo que demuestra que no eran tan pobres, pero tampoco ricos.

Por el medio, entre las dos hileras de casas, parecen deambular hoy las figuras de  Martha. Allí se respira la algarabía de la gente y el revolotear de las palomas. En una ocasión la propia artista me dijo: “Yo he visitado muchos países, he estado en disímiles galerías, pero todo se me queda chico cuando lo comparo con este rinconcito. Esto es todo lo que quiero. Ese carácter contradictorio de los cubanos y ese discurso poético que llevamos impregnado no tienen comparación. Mis obras son mi alma”. Y las almas claro están, no tienen precio.

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