Yo estaba lejos, en el exilio. En Montevideo, la Abuela sintió que había llegado la hora de morir. Antes de morir, quiso visitar mi casa. Con cuerpo y todo. Llegó en avión, acompañada por mi tía Emma. Viajó entre nubes, entre olas, convencida de que iba en barco; y cuando el avión atravesó una tormenta, creyó que andaba en carruaje, a los tumbos, sobre el empedrado.

Estuvo un mes en casa. Comía papillas de bebé y robaba caramelos. En plena noche se despertaba y quería jugar al ajedrez o se peleaba con mi abuelo muerto hacía cuarenta años. A veces intentaba alguna fuga hacia la playa, pero se le enredaban las piernas antes de llegar a la escalera.

Al final dijo:

—Ahora, ya me puedo morir.

Me dijo que no iba a morirse en España. Quería evitarme líos burocráticos, el traslado del cuerpo y todo eso: dijo que ella bien sabía que yo odiaba los trámites. Y se volvió a Montevideo. Visitó a toda la familia, casa por casa, pariente por pariente, para que todos vieran que había regresado de lo más bien, y que el viaje no tenía la culpa.

Entonces, a la semana de llegar, se acostó y se murió. Los hijos echaron sus cenizas bajo el árbol que ella había elegido.

A veces, la Abuela viene a verme en sueños. Yo camino al borde de un río y ella es un pez que me acompaña deslizándose, suave, suave, por las aguas.

 Tomado de El libro de los abrazos