CAMAGÜEY.- Las coberturas recientes a propósito del ciclón Irma me recordaron la serie de crónicas que Nicolás Guillén publicara en el periódico Hoy, acerca de su recorrido por zonas afectadas por el huracán Flora, que azotó la región oriental de Cuba entre los días cuatro y ocho de octubre de 1963.

Esa catástrofe natural produjo lluvias torrenciales —hasta de mil 600 milímetros en algunos lugares—, como consecuencias del lento movimiento de traslación y una larga permanencia sobre áreas montañosas.

Con la firma de Guillén pudieron leerse Hacia Camagüey, el día 24; Santa Cruz, el 25; Hay que seguir, el 29; y, Elia el 31, posteriormente compiladas por su biógrafo Ángel Augier, en el tercer tomo del libro Prosa de Prisa (2002), con Ediciones UNIÓN.

Desde el principio estimula la empatía con el lector, a quien le ofrece, como prueba de fidelidad, su iniciativa de querer “volar a Camagüey para decir luego lo que allá viera”. Convertido en el protagonista, poco a poco caracterizará también el personaje que encarna.

En el texto Santa Cruz señala ciertas preferencias al ser recibido por el poeta joven y su hospedaje en diferentes casas “del Partido”. Sencillamente, Nicolás Guillén presidía la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, y era miembro destacado del Partido Comunista desde que ingresó en 1937.

Mientras navega rumbo a Manzanillo, a bordo del camaronero Máximo Gómez, habla de los tripulantes que le acompañan, unos “compañeros sencillos y cordiales, preocupadísimos por lo que nos pueda faltar y por si vamos cómodos”.

Al parecer integra una comisión nacional que supervisa en el terreno, el proceso de recuperación. Pero su función orientadora y su reacción personal le obligan a abordar ese hecho, con la premura de informar a un pueblo consternado por las pérdidas humanas y materiales. Entrega textos optimistas donde el hombre ocupa el centro de la Revolución Cubana.

Hacia Camagüey

Guillén arribó a la ciudad de Camagüey cuando “todo parecía normal”, aunque “el ciclón sopló duro”. Se expresa como si hubiera apreciado con sus ojos los estragos que ocasionó:

“Una mancha de dos metros de alto en las paredes. El agua vació los aparadores y se llenó de platos, escudillas, tazas, fuentes, que aparecieron luego depositados en el piso cuando la inundación bajó, a los dos días. El agua derribó también el refrigerador, y lo mismo hizo con la mesa del comedor y las sillas. En realidad con todo el moblaje de la casa, camas, espejos, armarios. En cuanto a los libros, ni hablar. Donde los había, como en este sitio, desaparecieron para siempre. Las calles, en aquellos días, eran gigantescos basureros, y por dondequiera veíase montones de hojas húmedas, pencas de palmera, papeles de toda índole y aun prendas de vestir revueltas con la tierra”.

Borra esa imagen desastrosa con la acción de “una brigada de ciento cincuenta becados…” En esos contrastes aprovecha para recordar la acción de los pobladores para convertirla en proeza: “En veinticuatro horas la ciudad quedó brillante como una patena”. Precisamente, la “patena” es el platillo de oro donde se coloca la hostia en la misa.

Con gracia criolla habla del zoológico que “perdió casi todos sus habitantes (salvo los leones) y cuyos cocodrilos dicen muchos vecinos que se fueron al río”. No habla de pérdidas humanas. Prefiere enunciar “el aspecto brutal de grandes bestias muertas…”

Santa Cruz

En Hacia Camagüey escribe que el mismo día de la llegada salió para Santa Cruz, pero ese lugar precisó de una crónica independiente, entre otras razones porque: “No había vuelto yo a Santa Cruz desde que lo destruyó un ciclón, en noviembre del 32”.

Impresiona con la descripción objetiva y precisa de una catástrofe que apreció: “Un hedor insoportable, tanto de la descomposición de animales como de seres humanos, incomodaba la nariz a cientos de kilómetros, demorando el vuelo de las moscas”. Aquella vivencia “insoportable” le sirvió para enfocar otra realidad. Si antes perecieron más de tres mil personas, cuyos cadáveres “fueron quemados” o enterrados en “grandes zanjas”; ahora, habla de “enterrar animales”.

A esa dramática entrada le imprimirá luego la alegría de la nueva ciudad, “pequeña, sonriente, laboriosa, en la que abundan los pescadores…” A partir de su impresión sobre la Santa Cruz del ´63, desarrolla un relato minucioso de su recorrido en los muelles. Desde allí partían los barcos a la región oriental con el auxilio que enviaban de La Habana: ropa, alimentos…

Informa sobre las arrobas de caña perdidas en la zona, las cabezas de ganado desaparecidas y el derrumbe de un almacén. Por suerte “intervinieron las brigadas y lograron salvar la mitad”.

Describe la faena en los muelles: la relación de barcos, la organización de la brigada y “la gran tarea” de los cargadores, quienes “como hormigas gigantescas, puestas en fila, que van pasándose las cajas de mercancías a un ritmo que no falla (…) Sudan, bajo el sol del mediodía”.

O cuando le dicen a un compañero “que lo llaman, que un barco quiere hablar con él…”, Nicolás toma el significado de la oración al pie de la letra y pregunta asombrado: “¿Un barco?”.

Hay que seguir

El viaje a Manzanillo lo pasó “en un suspiro”. Se vale de la descripción del “Máximo Gómez” y sus tripulantes para narrar con preciosismo su paso por “altamar”. Ese relato ocupa más de la mitad de la crónica, hasta que anuncia su proximidad a tierra con la imagen: “surgimos junto a los muelles de Manzanillo”.

La monotonía del barco se pierde con la “viveza” de la respuesta que recibe al comparar la tranquilidad de los muelles con “el vívido espectáculo” en el Santa Cruz de “muelles incesantes, donde la tareas de cargar y descargar barcos y patanas dura noche y día”.

El mayor atractivo de la crónica está en el dramático testimonio de los campesinos “de la zona rural manzanillera, a quienes el ciclón ha dejado sin nada por el momento”. Las experiencias contadas por las propias personas tienen un singular impacto, más que sus rostros serios donde “pone la angustia sus sombrías cicatrices”.

Transcribe esa manera muy cubana de contar las tragedias y exagerar, pero siempre con el fin de no lamentarse. Sencillamente “hay que seguir —como alega Esteban Ávila Carbonell—. Ya no voy a morirme después que me salvé de lo peor…”

Esas últimas palabras justifican el título del texto que pretende transmitir el optimismo de quienes no tienen “ni donde meterse”. Pero Guillén insiste en lo circunstancial de esa situación al expresar que están “sin nada por el momento”. La Revolución los está socorriendo desde el mismo instante en que se preocupa por ellos. Es un desamparo material, mas no espiritual.

Elia

Nicolás Guillén comparte la paradójica situación creada por el huracán y el “buen humor” y el “buen ánimo” de las personas afectadas. Transmite valores positivos como la cordialidad, la solidaridad, la voluntariedad y la laboriosidad. Capta el sentido de pertenencia con el lugar.

Ilustra con los obreros que en su central “se dispusieron a trabajar sin paga extra para poner en movimiento una maquinaria colosal”. Explica con picardía que “es la cosa más natural del mundo” porque esa “fábrica es un bien popular”. Y a los vagos que no ayudan “al pueblo en la reconstrucción” les espera una “pega”. Sugiere así que en el contexto revolucionario rige la acción colectiva y no tienen cabida quienes no están dispuestos a sumarse al esfuerzo de todos: afectados o no.

Elia es un caso interesante. Muestra la relación hombre-naturaleza, establecida entre los pobladores con el río Tana, como evocación al criollismo; sin embargo rechaza la aparente disyuntiva a que se enfrentan: “o Elia acaba con el Tana, o el Tana acaba con Elia”. La única alternativa racional será educar el río, “hacerlo inofensivo, más aún, hacerlo útil”.

Por eso el huracán es un hecho circunstancial, un “enemigo esporádico, sujeto a las variaciones barométricas”; en cambio, “el Tana es un enemigo permanente”. El atractivo de la entrada es el ambiente hostil que crea al exponer que “la historia de esta pequeña población puede sintetizarse como la de una lucha sin sosiego con ese monstruo, que la envuelve y amenaza”.

Describe la voracidad del río al dejar en un reposo “exánime” a otro monstruo: el central. Otra imagen que impacta es la descripción de la casa de “una familia negra”. El texto adquiere más vitalidad con la utilización de los diálogos:

“El fango los rodea; fango en la calle, fango en el pequeño jardín que media entre ésta y la puerta de entrada; fango en las paredes de tabla, fango en el piso de las habitaciones… que es de tierra. “Anoche creció el río”, nos dice. “Tuvimos que levantarnos para luchar con el agua; esto es terrible…” Hay muchos mosquitos. Resulta un problema dormir, y por el día casi no dejan trabajar. El ama de casa sonríe y dice suavemente: “Al fin habrá que irse, porque al río no hay quien lo sujete…”

Nicolás Guillén comunica con facilidad su mensaje a través de un lenguaje claro y sencillo que permite al lector asistir al acontecimiento narrado. Rehúye de las frases hechas y encuentra espacio para enseñar, sin alardes, sus conocimientos de la cultura universal y con la convicción de ser ante todo, “un cronista servidor”.