El parque Ignacio Agramonte es leyenda viva y descanso espiritual. De un lado la Catedral, con Cristo Rey en lo más alto. Muy cerca el antiguo Ayuntamiento o Casa Consistorial, actual sede de la Asamblea Municipal del Poder Popular. No es de extrañar, la costumbre peninsular en el siglo XIX consistía en fomentar el núcleo urbano alrededor de la Plaza de Armas.

Y como la tradición española siempre fue la misma, al llegar los conquistadores a las cercanías de los ríos Tínima y Hatibonico plantaron Cabildo y ermita. Desde entonces se convirtió en el centro político-comercial de la villa Santa María del Puerto del Príncipe. Claro que por aquellos días el espacio destinado a la Plaza Mayor fue mucho más amplio y la iglesia tuvo tres desplazamientos, probablemente por eso se construyeron tan próximas La Merced, San Francisco y La Catedral.

Comenzaron a llegar, de a poco, los colonos. La ya triste historia de indios y negros esclavos sonó también por esos lares. Cada cierto tiempo las luchas entre bandos políticos se dirimían en la vía pública y a cuchilladas. Las rebeliones eran castigadas con espantosos suplicios. Hasta 1827 los vecinos acostumbraban a reunirse en la Plaza de Armas para ver ahorcar a los reos por pura diversión.

Se afirma que la primera campana llegada la urbe la envió la Casa de Contratación de Sevilla con la siguiente inscripción: "Santa María – Sevilla - MDXV". Colocada en una horca a la entrada del bohío que servía de templo, esa pieza sobrevivió hasta que el famoso pirata inglés Henry Morgan se la robara en 1668, antes de incendiar Puerto Príncipe.

Años después el Padre Benjamín Sánchez de la Pera construye una pequeña iglesia de embarrado y tejas, luego de que en 1692 un huracán arrasara a la existente. A principios del siglo XVIII comenzó la edificación de la Parroquial Mayor. Casi un siglo después se le incorporó la primer planta de la torre y posteriormente las otras. El papa Pio X la declaró Catedral el 10 de diciembre de 1912.

Desde su surgimiento ese sitio ha tenido diversas denominaciones: Plaza de la Iglesia Mayor de 1812 a 1814; de 1820 a 1823 Plaza de la Constitución; desde 1823 de Armas; hacia 1839 del Recreo; durante el año 1845 de la Reina; y hasta 1899 nuevamente de Armas.

Aunque la villa creció el Parque Central fungió siempre como faro de la ciudad. No en vano la Sociedad Popular de Santa Cecilia escogió el área para homenajear al más bravo de los camagüeyanos. El italiano Salvatore Buemi resultó ganador del concurso auspiciado: un monumento estilo grecorromano con altura de siete metros 78 centímetros, todo de bronce fundido y granito rosa de Baveno.

En la parte derecha de la pieza, plasmada para la posteridad, la más organizada de las caballerías. A su izquierda, la proeza más grande de Ignacio Agramonte, el rescate de Julio Sanguily. De frente, en la misma posición del héroe, serena y tempestuosa, la patria, perpetuada en la figura femenina que sostiene en sus manos una bandera y un escudo.


Pocas veces resplandeció tanto la comarca como el día en que Amalia Simoni develó la escultura, construida por suscripción popular. Ese día todas las iglesias sonaron campanas a la misma hora y después del toque de atención emitido por Juan Antonio Avilés (corneta de órdenes del propio Ignacio) comenzó el tributo, que la ciudad íntegra, rindió a su hijo.

Engalanan la plaza cuatro palmas reales, sembradas en 1853, que simbolizan a los patriotas camagüeyanos Fernando de Zayas, Miguel Benavides, Tomás Betancourt y Joaquín de Agüero, fusilados el 12 de agosto de 1851 como consecuencia de su levantamiento en armas contra las tropas hispanas. Cada palma, al morir, debe ser remplazada por un ejemplar joven. Símbolo también de la nación próspera y del relevo forjado.

De historia en historia creció esa plaza y hoy es lugar obligado para cubanos y extranjeros. Anécdotas de enfrentamientos al guarda jurado que custodiaba el entorno, de pregoneros de los mejores tamales de Puerto Príncipe, de enamorados, del hombre que aún hoy fuma el tabaco más largo, de noches bohemias, se tejen en torno al parque que, por fortuna, recibe ahora un avispero diario de pioneros con pañoletas, de jóvenes leyendo, y de gente común que disfruta admirar una de las estatuas ecuestres más hermosas de Cuba.

El alma se ennoblece cuando al caer la tarde se ve a los niños tirando tiros con fusiles invisibles, pidiéndole un peso a mamá para comprar maní, o cuando a la sombra de Agramonte una muchacha estremece por el maravilloso sonido de su violín, mientras dos monjas descorren las puertas de la catedral porque en breve comenzará la misa y el Arzobispo hablará en nombre de Dios y bendecirá a los nuestros. Justo allí, El Mayor renace.

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