La Habana (PL) A principios de junio de 1873, los mambises de la División de El Camagüey, dirigida por el Teniente Coronel Henry Reeve, mantenían encendida la llama de la insurrección, la que brilló aún más en el combate de Yucatán.

Los españoles pensaban que la ofensiva cubana en el territorio estaba en retroceso; y durante varios días pareció ser así, ya que los patriotas camagüeyanos todavía sentían el duro golpe de la caída en combate del Mayor General Ignacio Agramonte Loynaz, el 11 de mayo en Jimaguayú.

El mando ibérico movilizó hacia los campos grandes contingentes que estaban concentrados en las ciudades, para aprovechar la ausencia de El Mayor, como se le nombraba, e intentar aniquilar a sus tropas, que aparentemente estaban desorientadas y con baja moral combativa.

Los hispanos se equivocaban; no sabían apreciar que la muerte del entonces principal líder político-militar de Cuba, había despertado el sentimiento de revancha en sus hombres, que lo idolatraban; en especial Reeve, el Inglesito, su fiel segundo al mando, a quien El Mayor llamaba Enrique el Americano.

Inspirados por el ejemplo del revolucionario inclaudicable que fue Agramonte, tanto en lo militar como en lo político, los soldados que el entrenó y educó en los principios de la libertad, la unidad, la igualdad y el amor a la Patria, continuaron la lucha por la independencia, con bríos renovados.

Los jefes y oficiales de su aguerrida división corrieron a la victoria, realizaron operaciones de guerillas, amagaron ataques a los pueblos, y provocaron a las columnas españolas para obligarlas a perseguirlos y desgastarlas en marchas interminables bajo el inclemente sol del verano que ya asomaba.

Basta mencionar los nombres de aquellos que juraron vengar su muerte y el ultraje inferido a sus restos mortales por soldados sin ley ni honor, vergüenza del uniforme que vestían. Manuel y Julio Sanguily, Henry Reeve, Ramón Roa, Antonio Luaces, Serafín Sánchez, entre otros, recogieron la bandera de El Mayor y tomaron cumplido desquite.

Uno de los más relevantes hechos de estas jornadas de luto y contraataque fue el combate de Yucatán, en la mañana del 11 de junio de 1873, cuando había transcurrido un mes exacto, desde la desaparición física del artífice de la Constitución de Guáimaro y héroe del Rescate de Sanguily.

La loma de Yucatán es una elevación de 179 metros de altura sobre el nivel del mar, ubicada a 10 kilómetros al nordeste de la ciudad de Santa María del Puerto del Príncipe (hoy Camagüey). En esta zona de relieve ondulado, dedicada a la ganadería, se produjo la acción, cerca del camino real Camagüey-Nuevitas.

Ese día, la principal fuerza de la caballería de la División de El Camagüey, bajo el mando del Teniente Coronel Henry Reeve, había acampado en el lugar, para conceder algunos días de descanso a su tropa. El Inglesito orientó colocar la guardia sobre los escombros de una casa de vivienda y quitar monturas.

Hacia ellos se dirigía una hueste española integrada por 170 hombres, entre infantes y jinetes dirigida por el comandante Romaní, experimentado jefe que operaba desde la ciudad de Puerto Príncipe. Habían salido al amanecer de la finca La Matanza hacia Yucatán, por informes recibidos la víspera.

Los mambises habían rendido una larga jornada, estaban agotados y sus corceles estropeados. En el momento en que se disponían a comer y descansar, la guardia dio la voz de alarma, llegaban los españoles a atacarlos por sorpresa. La situación era adversa, pero la disciplina se impuso y al instante reaccionaron.

Reeve de inmediato ordenó montar y a la carga, no hizo falta más; sus guerreros, acostumbrados a situaciones de combate desventajosas y a improvisar maniobras, hicieron algunos disparos y se lanzaron machete en mano sobre el enemigo. Como un solo hombre cargaron bajo un intenso fuego de fusilería.

Uno de los oficiales mambises, el capitán Larrieta, en plena descarga española, recibió un balazo en la boca que le partió un molar; el plomo, que lo había herido de rebote, se enfrió; y el bizarro soldado, chasqueó la lengua y arrojó el proyectil diciendo: "así escupo las balas, como saliva".

Esta fue la única descarga cerrada de los colonialistas; la rapidez del contraataque cubano con sus fusiles y sobre todo al arma blanca, había sido fulminante; el sonido del terrible choque de machetes contra espadas y sables, dominó el escenario de una lucha donde los atacantes llevaron la peor parte en toda la línea.

La arremetida mambisa fue indetenible, habían arrollado por completo a la columna rival; esta retrocedió, dejó de desplazarse de forma organizada y comenzó a dispersarse en medio de la carnicería en que se había convertido la acción. Los hispanos ya solo buscaban pelear individualmente por salvar sus vidas.

El comandante Romaní, muerto su caballo de un machetazo, tiznado de pólvora y cubierto de sangre, viéndose perdido, tomó la carabina de uno de sus soldados caídos, se arrodilló y comenzó a disparar sobre los mambises, hasta cuando fue derribado finalmente por las balas patriotas.

Fue el final de la lucha: hasta el propio Enrique el Americano, acostumbrado a los resultados de los macheteros cubanos, contemplaba asombrado el campo de batalla cubierto por decenas de cuerpos ensangrentados, y recibía el informe de que el comandante Romaní, seis oficiales y 110 soldados enemigos habían muerto.

El orgulloso enemigo había sido aniquilado. Los cubanos tuvieron 12 muertos y recogieron un valioso botín. La aplastante victoria preocupó a las autoridades coloniales, pues se confirmaba que el entusiasmo e iniciativa de los insurrectos eran más fuertes que antes. La Revolución por la Independencia avanzaba resuelta, sostenida por el valor de un pueblo decidido a vencer o morir.