CAMAGÜEY.-La intransigencia cubana independentista está signada por la Protesta de Baraguá, protagonizada por Antonio Maceo el 15 de marzo de 1878, sin dudas uno hito de máxima dignidad y valentía.

Sin embargo, sin pretender establecer paralelismo, el pronunciamiento de Ignacio Agramonte y Loynaz en el Paradero de Las Minas, el 26 de noviembre de 1868, no dista en modo alguno de la misma intransigencia cubana independentista antes referida, porque el hecho de “lograr hacer prevalecer sus criterios y arrastrar a sus compañeros a la lucha”, como expresara nuestro Comandante en Jefe en la conmemoración por el Centenario de la caída en combate de El Mayor, como trasciende en la historia, logró consolidar el levantamiento armado en este territorio.

“Habría sido terrible para el resto de los revolucionarios, posiblemente no se habría producido el alzamiento en Las Villas, y con toda seguridad España, concentrando sus fuerzas, habría podido aplastar, en un tiempo relativamente corto, a los patriotas orientales…” apuntaba Fidel el 11 de mayo de 1973.

Los camagüeyanos se habían sumado al levantamiento del 10 de Octubre de 1868 días después, justo el 4 de noviembre en Las Clavellinas, a raíz de lo cual Napoleón Arango había sido nombrado jefe militar del movimiento revolucionario aquí. Considerándose el gran pacificador, fue personalmente a Oriente con el pretexto de tomar experiencias de la guerra recién iniciada por Carlos Manuel de Céspedes en aquel territorio, y si bien es cierto que logró contactar con el Padre de la Patria, solo fue para tratar de persuadirlo en relación con las posibilidades de establecer negociaciones con el Gobierno español, pero se encontró con la firme e inquebrantable decisión de luchar hasta las últimas consecuencias por la independencia de Cuba.

Aun así, no cejó en su empeño. En Manzanillo, Napoleón contacta con el Conde de Valmaseda, al punto de que algunos historiadores afirman que esta entrevista fue decisiva en la determinación del jefe español de trasladarse inmediatamente para nuestra provincia, convencido de que por mediación de su interlocutor lograría convencer a los camagüeyanos de que abandonaran las armas y retornaran a sus hogares.

Es importante hacer la siguiente incidental: en esos precisos momentos acababa de caer del trono la reina Isabel II producto de la Revolución de Septiembre en España, cuyos principales líderes, reunidos en la ciudad de Cádiz, proclamaron un gobierno de base popular, a lo que no fueron indiferentes las autoridades de la Isla, por lo que el general Francisco de Lersundi, Capitán General de la colonia, presentó su dimisión, no sin antes afirmar: “La isla de Cuba es española, mande quien mande en la península, y para España es preciso defenderla y conservarla, cueste lo que cueste”, al tiempo que exigió el aniquilamiento inmediato de la rebelión.

De vuelta en Camagüey, el 18 de noviembre, Arango reunió en Las Clavellinas a los revolucionarios que consideró partícipes de sus criterios para convencerlos de que la nueva situación de España garantizaría un programa de reformas, por lo que obviamente podía prescindirse de la lucha armada. Con aquella reunión se propiciaba el desembarco por Vertientes de las fuerzas de Valmaseda, compuestas por 1 100 infantes, 100 caballos y 100 piezas de artillería, quienes pudieron realizar el recorrido hasta la ciudad de Puerto Príncipe sin inconveniente alguno.

En aquella reunión de Las Clavellinas, varios de los patriotas allí convocados no aceptaron las propuestas de Napoleón, incluso Ignacio Mora de la Pera lo calificó como un acto ilegal al no estar presente la legítima representación del Camagüey.

Ignacio Agramonte, quien se había incorporado a la lucha el 11 de noviembre, es de los que estima como una necesidad imperiosa congregar de nuevo a los grupos ya dispersos para erradicar el mal antes de que enferme y arruine la Revolución.

Es así que a las doce de la noche del 26 de noviembre, mientras los pobladores de Las Minas duermen, en el paradero de la ciudad un numeroso grupo de patriotas y otras personas interesadas en el asunto a tratar, se congregan para escuchar sobre las reformas políticas que ofrecía Valmaseda por conducto de Napoleón Arango.

Los hermanos de Napoleón, Arístides y Augusto, aconsejaron la sumisión a la metrópoli y aceptar el programa de Cádiz.

Testimonios del trascendental suceso apuntaron que en medio de aquel conglomerado, Ignacio Agramonte contemplaba al orador con desprecio y que, una vez concluida la intervención, pidió la palabra para aclarar la realidad de aquello que, a todas luces, era mal interpretado por varios de sus compatriotas, quienes pecaban de ilusos al esperar reformas de España.

Agramonte rememoró su estancia en Barcelona, las rebeliones que allí se produjeron; nombra a los que en Cuba abusaron del poder y en la Metrópoli abogaron por las cortes y la “autoridad del pueblo”.

Arístides y Napoleón se mantenían en su propósito, aduciendo que en España lo que se había producido era una crisis, la que una vez superada, sobrevendrían los beneficios.

Hubo murmullos de aprobación y hasta aplausos.

Es entonces que nuestro Mayor vuelve sobre la palabra en pro de la necesidad de la guerra, y así deshacer las patrañas con las que los ricos hacendados de Caonao pretendían esconder sus propósitos de preservar a toda costa sus riquezas.

Su voz se alza oportuna, clara y precisa:

“Acaben de una vez los cabildeos, las torpes dilaciones, las demandas que humillan. Cuba no tiene más camino que conquistar su redención arrancándosela a España por la fuerza de las armas”.

La mayoría de los que unos momentos antes habían aplaudido a Napoleón Arango, ahora comprendían la veracidad de las palabras de Agramonte: —Tiene razón, lo demás es cobardía— asintieron.

“A la palabra resuelta de Ignacio Agramonte se debió en gran parte la salvación de la Revolución Cubana”, apuntó con certeza su nieto Eugenio Betancourt Agramonte en su libro escrito en memoria del abuelo.

En aquella velada inolvidable del Centenario en la Plaza de San Juan de Dios, luego de pronunciar emocionado las mismas palabras de El Mayor, Fidel calificó el hecho como de “….incuestionablemente obra y mérito de Ignacio Agramonte”.