La gente pagó la mitad del precio del alquiler de la vivienda, y luego muchos se hicieron propietarios. Bajó el costo de los medicamentos, y nacieron proyectos de hospitales y policlínicas, y de ¡salud pública y gratuita! Ya no habría más discriminación racial. Las familias desalojadas volvieron al campo, a sus tierras. El pueblo se adueñó de puntales de la economía nacional como centrales azucareros, la banca y refinerías de petróleo.

Eduardo se había acostado como quien vive en un sueño hecho realidad, porque él, que pudo estudiar hasta el segundo año del Bachillerato en su Cienfuegos natal, ahora sabía que su futuro prometía. Los estudios y la cima del conocimiento estaban por delante. El nuevo Gobierno estaba tan preocupado por la educación que llevaba la alfabetización hasta a los de las lomas más intrincadas. ¿Cómo imaginar que al despertar aquel día 15, abril se haría llanto y metralla?

A sus 25 años nunca había visto tanto balaceo. Eran tres aviones B-26 de los Estados Unidos que haciéndose pasar por cubanos ametrallaban el aeropuerto y la base área de Ciudad Libertad. Había ido a La Habana tras la muerte del padre a buscar fortuna para ayudar a su madre y sus ocho hermanos. Pero lo mejor que encontró no fueron aquellos 45 pesos mensuales que le pagaban en una oficina de La Habana Vieja, sino el triunfo de enero. Rápido se hizo instructor dentro de la artillería de la Defensa Antiaérea, por eso estaba allí. Él sabía que podía morir, pero había que proteger los escasos aviones cubanos; había que proteger el sueño.

Esa convicción lo puso tan viril que las balas no pudieron menguarle las fuerzas para dejar un mensaje. La mente se llenó de memorias: sus siete hermanos, su madre viuda… La vida pasó fugaz en unos segundos. ¿Qué escribir, y con qué? ¿Cómo sintetizar toda la existencia, cómo hacerle ver a los demás sus anhelos, porque no quería irse en silencio? Aquella alegría tan grande por el cambio que había dado su existencia no podía quedar desapercibida. Entonces, como golpe de gracia, con el último aliento escribió con su propia sangre el nombre de Fidel.

El propio 15 de abril, en defensa de la misma alegría de Eduardo, murieron en La Habana y en Santiago de Cuba siete cubanos más y 53 quedaron heridos por el ataque sorpresivo de aviones norteamericanos. En el sepelio del joven cienfueguero y de las otras víctimas, la Revolución Cubana “de los humildes, por los humildes y para los humildes” tomó su carácter socialista.

Ni la sangre de Eduardo ni la de sus compañeros quedarían sin honra. Fidel no era sencillamente el primer ministro; era un símbolo, sobre todo, para la juventud. Por eso lo siguió el Ejército Rebelde a Playa Girón y Playa Larga, y la bisoña Policía, y los milicianos. En la medianoche del 16 de abril alrededor de 1500 hombres equipados con una fuerza superior a la de varios países caribeños unidos iniciaron la invasión, con el fin de devolverle al Norte el timón de la Isla.

Miles de muchachos se movilizaron, incluido Ramón Jerez Carmenate, quien apenas contaba con 13 años de edad. En enero se había incorporado a la artillería antiaérea y en abril marchó sobre Girón. El 18 de abril vio cómo del cielo no solo cae lluvia, pues su batería se enfrentó a dos aviones B-26, que le propinaron el primer gran susto: un cohete explotó donde estuvo emplazada una pieza, antes de que la cambiaran de puesto.

A la mañana siguiente volvió a llover pólvora, esta vez de morteros y ametralladoras calibre 50. La muerte rodeó a Ramón. Pero al más joven de los combatientes el ímpetu le brotó con más fuerza al ver a los caídos. A Girón entró con el Batallón de la Policía, que como él mismo recordó “se prendieron duro, pero duro de verdad”. Allí, para su sorpresa, se encontró con su padre; luego, se separaron y volvieron a verse días después. ¡Qué orgullo el del hijo, y el del padre, y el de las familias cubanas al ver que sus muchachos eran valientes al punto de propinarle al imperialismo yanqui la primera gran derrota en América!

Los cubanos perdimos 176 vidas y tuvimos más de 300 heridos; los mercenarios, un centenar de víctimas, cientos de heridos y 1 197 prisioneros. Aquellos jóvenes rebeldes, entre pilotos y artilleros pusieron fuera de combate a 14 aviones B-26, de ellos ocho derribados y seis averiados, obligados a aterrizar en otros países.

En solo 66 horas la juventud cubana acentuó que su honda era la de David, como enseñó Martí. Ya lo había probado a mediados de 1958 en la ofensiva del ejército de Batista contra el Ejército Rebelde, llamada Fase Final o Fin de Fidel. Allí se batieron 300 contra 10 000, en aquel abril histórico la ventaja fundamental no eran los números, sino la tecnología, pero ¿quién no sabe que las fuerzas se multiplican cuando uno defiende un sueño?

Aunque no parezca cosa de muchachos, fueron unos muchachos como David los que hicieron retroceder a 16 bombarderos ligeros, seis batallones de infantería, un batallón de armas pesadas, un batallón aerotransportado, una compañía de tanques, todas las facilidades logísticas y de comunicaciones, apoyadas por unidades de la marina norteamericana: cuatro destructores, dos portaaviones, un portahelicópteros y dos embarcaciones ligeras artilladas y varios submarinos. En Girón se salvó a Cuba y a América Latina de despertares como los de Eduardo. Para eso muchachos como Ramón, y jóvenes como Fidel arriesgaron sus vidas.

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