CAMAGÜEY.- Con el alcance de una célebre narración mitológica nos han llegado los sucesos del rescate de Julio Sanguily. Es casi imposible contarlo, desde la oralidad y la literatura, sin agregarle los épicos tonos del Cantar del Roldán, las turbulencias de La Odisea o la bravura de un San Jorge contra el dragón. El 8 de octubre de 1871, la caballería de Ignacio Agramonte superó a la ficción con un ataque relámpago que liberó al brigadier mambí de un destino fatal.

Antes de partir al galope, se necesitaba de un plan coherente con las circunstancias. Refería Antonio Zambrana que El Mayor “organizó de tal manera las fuerzas de su distrito que pudo fácilmente, en breve, mantenerlas unidas o diseminadas a su arbitrio, conseguido lo cual, la victoria para los patriotas era segura”. Había asumido la estrategia de unificar y replegar a sus hombres con rapidez, aprendida de un sabio en el campo de batalla, como el Mayor General, Tomás Jordán.

Los potreros de Consuegra, en Jimaguayú, resultaron el escenario del encuentro. Jimaguayú, curioso enclave que expandió la luz de gloria de Agramonte, y luego vio su deceso físico, el 11 de mayo de 1873. Ilustra el escritor Alfredo Mestre Fernández cómo Agramonte, al frente de 60 jinetes se adentró en la región “(…) con los claros del día, después de un recorrido por montes, sabanas y maniguales (…)”.

Apunta ese autor que al conocer la noticia de la captura, el Diamante con alma de beso, como le llamara nuestro Héroe Nacional, José Martí, al líder mambí, se volvió “un resorte de músculos y nervios (…) Julio Sanguily era más que un amigo, era un hermano y un patriota (…) necesario a Cuba (…)”. Ordena que ensillen su caballo y escoge a 35 de sus mejores jinetes. Luego prepara el ataque.

Podemos imaginarlo trazando el combate sobre la tierra, dibujando círculos, corrigiendo las posibles brechas de la escaramuza y buscando las del enemigo, colocando pequeñas piedras para representar las posiciones riesgosas de El Inglesito Reeve, y los rifleros. Dentro de ese esquema, quizá encaramado en una pequeña rama, el oficial Pancho Palomino, quien pidió sin temor que lo integraran al destacamento del comandante norteamericano. El riesgo era enorme, pero no estaban bajo el mando de cualquier líder.

PRISIONERO

“No!”, le dijo Agramonte a Sanguily. El brigadier deseaba visitar a una joven villareña que habitaba en la finca Santo Domingo para que le lavara y cociera sus ropas raídas por las continuas marchas. Sin embargo, cuenta Eugenio Betancourt Agramonte, que “(…) tal fue la persistencia, que al fin se le otorgó el permiso y en la mañana del día 8 de octubre de 1871 salió del campamento y llegó al rancho de Doña Cirila, que era confidente y enfermera de los insurrectos”.

Sanguily, un tanto pillo, un tanto bohemio, con cierto apego por lo lúdico y perseguido por las polémicas, “fue sorprendido por la guerrilla española del sargento Mont en los montes de Matehuelo, sin que los pocos cubanos que lo acompañaban pudieran intentar alguna resistencia, y solo su ayudante, el moreno Luciano Caballero (…)    procuró salvar al Brigadier, que no podía caminar sin un instrumento que suplía por la rótula que le faltaba a consecuencia de las heridas de otros combates”, refiere Betancourt Agramonte.

Enfatiza el nieto de El Mayor que “su leal ayudante, que era el único que lo había acompañado con grave riesgo de su vida, porque caer prisionero y morir a machetazos o fusilado era la misma cosa, se asió firmemente a la rama de un árbol, soltándose de caballero, y le rogó a este que huyera ya que a él le era imposible salvarse. Así colgado de un árbol, lo alcanzaron los españoles (...)”.

HAZAÑA...

Con una sonrisa de oreja a oreja, Mont trasladó el cautivo hasta su superior, el comandante César Matos. Este, una vez conforme con el botín de guerra, organizó una tropa compuesta por 120 soldados que lo conduciría hasta Jimaguayú, ante el coronel Sabas Marín.

Mientras los ibéricos transitaban por la finca de Antonio Torres, Agramonte arengaba a sus guerreros: “El General va prisionero en aquella columna enemiga, y es necesario rescatarlo vivo o muerto, o todos quedar allí”, y, seguidamente, mandó a tocar a degüello. Con esa clarinada la historia comenzaría a tejerse con hilos de eternidad. Se abalanzaban sobre una tropa tres veces superior.   

“En esta hora ocurrió el episodio más brillante, (...) por su belleza marcial y precisión, librado en todos los anales de nuestras guerras, que es mucho otorgar”, lo calificó así el historiador Gerardo Castellanos. Por otro lado, la poesía de Rubén Martínez Villena también captura las luces heroicas del episodio: “Marchaba lento el escuadrón riflero (…) / que llevaban, cual prueba de su saña,/ a Sanguily, baldado y prisionero,/ Y en ese grupo forjado por Homero,/ treinta y cinco elegidos de la hazaña,/ alumbraron el valle y la montaña/al resplandor fulmíneo del acero.

La visión del más universal de los cubanos complementa con brevedad y elocuencia el desenlace de la acción: “Cayó sobre la columna Ignacio Agramonte, atravesó por ella a escape con sus treinta hombres, arrancó a Julio Sanguily de la silla de un sargento… entre el resto de la columna los jinetes rápidos como el instante”. El mambí, con humildad, destacó el valor de su tropa que “sin vacilar ante el número, ni ante la persistencia del enemigo, se arrojaron impetuosamente sobre él, le derrotaron y recuperaron al brigadier Sanguily herido en un brazo y a cinco prisioneros más (...)”.     

Al concluir el enfrentamiento, el rival dejó sobre el campo “11 cadáveres, entre ellos un teniente, (...) nueve armas de precisión, dos cajas de capsulas, tres revólveres, dos espadas, un sable, una tienda de campaña, sesenta caballos, cuarenta monturas y todo el bagaje (…)”, apuntó Agramonte, pero, el legado superó los números.

ECOS DE LA VICTORIA

En el libro Vida de Ignacio Agramonte, J.E Casasús, destaca que “hizo variar fundamentalmente la estrategia española que, en lo adelante, organizó columnas fuertes (…); y (…) levantó la moral del ejército cubano, porque acreditó (…) el alto grado de su poder ofensivo”.

Para el historiador Gustavo Sed Nieves, “las circunstancias (…) exigían un hecho de armas que evidenciaran el resurgimiento del orden y la disciplina en las huestes insurrectas camagüeyanas sometidas, durante casi un año, a la continua ofensiva desplegada por el alto mando militar español”. Además del rescate a un compañero de armas, un derroche de espiritualidad, de compromiso con la Patria, como asegura Ricardo Muñoz Gutiérrez en su artículo Agramonte, la virtud de cambiar para servir mejor.

“El rescate del brigadier Julio Sanguily ha pasado a la historia (...) como pauta del compromiso del jefe con el subordinado a quien no puede dejar abandonado aunque en ello le vaya la vida”, plantea el especialista. Y con lucidez extraordinaria, el Comandante en Jefe, Fidel Castro Ruz, de nuevo evoca la altura del hecho y le denomina “(…) hazaña insuperable, (…) una de las más grandes proezas escritas en nuestras luchas (…), despertó incluso la admiración de las fuerzas españolas”.

Perpetúan y glorifican la inigualable carga al machete creaciones artísticas como la marcha Al Rescate, compuesta por la hija del Diamante con Alma de Beso, Herminia Agramonte Simoni, y sintéticos, pero sustanciosos pasajes dentro del mundo literario, como la novela Generales y Doctores, del conocido escritor Carlos Loveira.

El personaje protagónico, nombrado Ignacio, reconoce y describe en cuerpo y alma a un “hombre vestido de guerrera y pantalón blanquísimos (…)”, con un “levantado bigote rubio, (…) una mirada brillante que humillaba la ajena (…) Erguido, marcial, fascinador”. Era Julio Sanguily. “En su presencia sentí la verdad (…) de la famosa hazaña agramontina. Viéndole presentí que, pese a ciertas historias, nadie sería osado de acercarse a él como no fuese para acatarle y rendirle homenaje”, confiesa.

Cuentan que tras consumada la victoria sobre los colonialistas, y asegurado el objetivo principal, Agramonte se acercó a Sanguily, lo abrazó, y le dijo: “Julio te dije que el día menos pensado ibas a caer en poder de los españoles, pero no creí que fuera tan pronto”. Intuyo que aún bajo cierto efecto de culpa, el Brigadier debió confirmar que delante tenía a un hombre-historia, a un fuera de serie, a uno de esos escritores de epopeyas que rozan el mito.